jueves, 26 de noviembre de 2015

Inexplicable



Cuando vio que no se movía cayó en la cuenta de que hacía un mes que no la visitaba. Por lo que decían los familiares, la última vez había ido justo cuatro días antes de que su sonrisa desapareciera.
Ella tenía un sello distintivo, o al menos lo era para él: Las comisuras de los labios terminaban ligeramente hacia arriba, como si la naturaleza o la genética hubiesen decidido que sonreiría eternamente.

Por eso le chocó verla, a tres meses de su convalecencia, con los labios que formaban un sutil arco hacia abajo, como si un niño se los hubiera dibujado para simbolizar la tristeza.
Se había desmayado mientras ensamblaba unas piezas de las últimas notebooks lanzadas al mercado por la firma en la que trabajaba. El diagnóstico de los médicos fue terminante: No sabían  de qué se trataba. Unos dijeron que era un ataque de stress, otros que el vapor de los gases que emitía uno de los componentes había atravesado su protección, cosa que fue desmentida por el jefe de Seguridad Industrial. Otros optaron por pensar en un gualicho.

Quedó internada, y con varios cables y tubos conectados a su cuerpo lograba mantenerse aún con cierto grado de conciencia, hasta que, según los médicos, entró en coma. Tampoco en aquella oportunidad los médicos supieron dar explicaciones.


No había causa física alguna, los encefalogramas y tomografías cerebrales indicaban que todo estaba normal. Los análisis, pruebas clínicas neurológicas y otros estudios más complejos no indicaban que algo hubiese dejado de funcionar, o trabajara mal. Simplemente sabían que se había desmayado y luego entrado en coma.

No se movía, no abría los ojos, por cierto que no hablaba. Apenas respiraba y, cada tanto, el dedo índice de su mano derecha se desplazaba irregularmente sobre la sábana. Lo hacía con fuerza, con una presión que los médicos tampoco pudieron explicar. Cada vez que él la visitaba, lo primero que hacía era mirar si se movía el dedo. Era, según su imaginación, una forma de saludar.

Pero aquella tarde ya no movía el dedo y si respiraba era por el aparato al que estaba conectada. Dos horas después fue declarada muerta. Un médico firmó el certificado, pero varios especialistas se acercaron por última vez a verificar qué había pasado. Como él suponía, no lograron ponerse de acuerdo. Mientras trasladaban sus restos en una camilla, él quiso tocar por última vez aquel lugar de las sábanas en las que su dedo hacía dibujos para él. Pasó suavemente su mano por la superficie de cuerina acolchada y las rugosidades seguían allí.


La familia no quiso autopsia y mucho menos velatorio. Fue directamente al cementerio. Tras la despedida entre llantos, cada uno se fue por los largos e intrincados caminos protegidos por las sombras de álamos y pinos.


En la que había sido su habitación un eficiente equipo comenzó la limpieza con el fin de dejar todo listo para la próxima emergencia. De pronto, una enfermera apoyó una lata de polvo de limpieza, una antigüedad que sólo ella utilizaba. Con poca puntería, porque el contenido se volcó y una capa blanca cubrió parte de la cama. 

Esa tarde llegó nuevamente al hospital, esta vez convocado por una voz de mujer que parecía espantada. El se sintió triste, sobre todo por entrar al edificio ya sin la esperanza de encontrarla, de verla, de disfrutar al menos de su sonrisa natal, de ver su saludo torpe con el dedo.

La enfermera no dijo una sola palabra y le mostró la cama. El se acercó y comprendió inmediatamente, o al menos fue lo que pareció expresar una mueca de horror. Una lágrima se le escapó pero inmediatamente recuperó la compostura y se fue tras agradecer a la solícita mujer.


Detrás quedó la cama en la que había reposado su amada. Allí donde debía estar su dedo con el saludo, había unas palabras que habían rayado profundamente la sábana: “No estoy muerta”.  

Gracias Silvina S. por haber recordado y resctado este texto.

lunes, 7 de septiembre de 2015

Amores pasajeros



Siempre evito sentarme en los transportes públicos. Es probable que mi actitud sea producto de la resignación o una manía que adquirí luego de viajar toda una vida sobre mis pies. De todos modos, el 110 iba lleno.

La chica tenía no más de 17 o 18 años, bonita, de pómulos pronunciados,  con su cabello castaño oscuro recogido hacia arriba, jeans grises, zapatillas rojas sin medias y una remera que decía “Imagine”, pero sin la cara de Lennon. Detrás de los lentes, sus ojos color nuez denotaban cierta desconcentración. La música en sus auriculares blancos ayudaba.


A su derecha, él estaba entretenido como si la vida se jugara en el veloz desplazamiento de sus pulgares, cuyas huellas quedaban marcadas en el vidrio del Motorola. Sus anteojos y la figura delgada le daban un toque nerd, aunque ya debía calzar sus 18 o 19 años, de manera que no tenía mucho tiempo para llegar a ser un Bill Gates.


Como el resto de los pasajeros, estábamos muy pegados el uno al otro, pero más incómodos porque habíamos caído justo delante del asiento individual que cabalga sobre la rueda. Allí hay menos espacio para los pies y por eso el chico tenía que ponerse un poco de costado con la cara, o con la carcasa azul del celular, apuntando hacia ella.
Más a la derecha yo luchaba por sostener mi mochila, resistir los embates de una señora para la cual todo el espacio era poco y mandar un mensaje por whatsapp.


Apenas el colectivo dobló por Las Heras, el señor que estaba en el asiento sobre la rueda hizo un movimiento con su cabeza. Todo indicaba que se preparaba para salir y lejos de producirse una de las habituales movilizaciones de la murga “los desesperados por sentarse”, no hubo desplazamientos.

Hubo, sí, un intercambio de miradas entre los chicos. Mientras el señor se levantaba y pasaba a mi lado, el nerd giró su cabeza un poco más hacia la izquierda y la miró fijamente. Se desplazó con suavidad hacia mi lado, casi como para empujarme y ella interpretó el gesto como una invitación. Por un momento me pareció percibir que se ruborizaba, pero puede que fuera el reflejo del cabello rojo del muchacho.


Ella se adelantó sutilmente, como aceptando el convite. El se movió un poco más hacia su derecha y yo ya me preguntaba si estaba googleando “caballerosidad”. Mientras tanto, yo me preparaba para registrar lo que parecía ser el comienzo de una historia de amor.

De repente, el chico movió su cadera en un giro que lo hizo quedar frente a mí y a espaldas de la chica. Fue sólo un instante y rápidamente se sentó. Ella no pareció desairada, o al menos no lo demostró. Tres o cuatro paradas después, sobre el parque Las Heras, ella también encontró un lugar y allí se quedó, mirando a lo lejos por la ventanilla.


Puede que haya sido mi imaginación demasiado acelerada o quizá el chico, por timidez, se arrepintió a último momento y decidió sentarse. O, lo peor, ni siquiera la registró. Me bajé apenas el colectivo llegó a la iglesia que está frente a la Biblioteca Nacional. Ellos dos ya no estaban. Si es que alguna vez estuvieron.  


Ejercicio para el taller de Gisela Galimi. 2/9-15






lunes, 13 de julio de 2015

Colgado




A simple vista parecía natural, pero era el producto de una relación compleja entre algunas ideas flexibles convertidas en hebras doradas y otros materiales más rígidos, que les impedían moverse con libertad.

Cuando tensó los músculos de su mano derecha tuvo una sensación desagradable. Siempre había apreciado la textura de la madera cruda, sin pátinas, barnices ni propuestas resbaladizas. Mucho menos el plástico.  


No tenía demasiado tiempo, pero sospechaba que con pocos movimientos podría cubrir el espacio que años de desidia habían dejado en blanco. La rigidez le permitiría desplazarse, la flexibilidad lo ayudaría a acariciar sin lastimar.


Todo parecía estar bien, nada quedaba al azar. O sí, porque de pronto descubrió que no había tomado en cuenta lo que ocurriría abajo. 


El gato se enganchó con una soga de la escalera, el piso se deslizó sin meditarlo mucho y la gravedad se hizo más grave.


Se tambaleó, quedó colgado del pincel y rápidamente comprendió que los sueños te pueden llevar alto, pero no alcanzan para sostenerte en el aire.

sábado, 4 de julio de 2015

Atrapado



Desde que entré a la casa tuve la sensación de que las paredes me prestaban mayor atención que en otras ocasiones, lo sentía pero no con mis sentidos sino con la extraña habilidad de comparar que había heredado de mi madre. Todo parecía estar igual, pero era diferente.

La puerta de madera pesada y con varias capas de barniz no tenía nada raro. Sin embargo, me asusté. Me puse bajo el marco porque intuí un terremoto, pero adelante mío seguía aquel cuadro enorme de Quinquela que el abuelo Pedro le había comprado a un vecino que pasaba por un mal momento financiero.

El puente de la Boca y los barquitos no dejaban lugar para grandes compañías, pero el cuadrito con la foto de Tito y Seba en Mar del Plata se había metido a los codazos y ahí estaba, firme a pesar del contraste y la falta de armonía. Colores fuertes, pinceladas, nostalgia de un lado; sol, cabello rubio y mucha arena del otro.

Agudicé mis sentidos para percibir si los barquitos y los sobrinos se me acercaban, pero no, todo seguía igual, la pared no se movía o, si lo hacía, era de un modo sigiloso, peligrosamente sutil.

A la izquierda el boomerang salido de alguna casa de antigüedades dibujaba su metáfora al lado del cuadro con la cara de los abuelos en la foto de rigor. Estaban justo sobre el límite que marcaba el viejo sofá, que seguía en el lugar con el típico color blanco devenido en crema, manchada con gotas de café. Una lágrima.

El marco no se molestó cuando me apoyé sobre mi lado izquierdo para mirar mejor la pared de la derecha. Los dos modulares ocupaban casi todo a lo ancho y a lo alto. Uno con sus puertas de vidrio y las copas heredadas de algún antepasado que tampoco las había usado. El otro era más reservado, con sus puertas de puro roble.

Me pregunté si faltaba algo, porque mi intuición me hacía sentir raro. El piso estaba igual, sin la cera ni los patines pero con un plastificado que ocultaba su modernidad bajo un tono bien opaco. La mesa ratona tenía poco que ver con el ambiente, pero llevaba allí un cuarto de siglo y se había ganado su lugar. Brillaba y se podía ver el techo sin esfuerzos, porque era casi como un espejo.

Pasé allí más de media hora con la idea de que en algún momento las paredes se podían distraer y dejarme ver su juego. Fue una lucha feroz pero silenciosa, con la mirada fija en lo que parecía estable pero móvil, tranquilo pero acechante. No había sonidos ni olores, sólo el intercambio de nadas, las paredes empecinadas en no darme señal alguna, mi mirada sosteniendo cada milímetro desde abajo del marco de la puerta.


De pronto, algo pareció cambiar, bajó la tensión y las paredes se relajaron, o fue lo que yo percibí. Volví a confiar, me atreví. Confieso que me quedaba algún temor, pero muy vago. Quise probar si se podía avanzar, puse el pie izquierdo adelante y no me salpiqué.

Pensé que todo había sido producto de mi imaginación y decidí adelantarme. Me apoyé en el pie izquierdo y moví mi cuerpo fuera del marco de la puerta. Todo estaba igual, nada se movió, ni siquiera la quietud, tal vez porque estaba acostumbrada.

Aquí estoy. Desde abajo la perspectiva cambia, pero los objetos no. El techo parece vidriado y las patas de la mesa ratona recortan el mundo visible. El Quinquela, el sofá color lágrima y los sobrinos playeros siguen inmóviles. Quiero volver al marco de la puerta, salir y respirar algo de aire. Apoyo la mano en en el cristal. Está frío, húmedo, no hay salida. Ya está.