El paquete era pequeño y apenas saqué el papel que lo
envolvía apareció una cajita que guardaba prolijamente las dos partes. Era un
regalo del amigo invisible, un juego que todos hemos experimentado, aunque a
veces no lo recordemos con exactitud. De hecho, sé quién me eligió al hombre de
acero pero no tengo claro si fue porque lo adiviné o porque al final del juego
me lo tenían que decir. Vaya uno a saber.
Cuando lo tuve en mis manos entendí de qué se trataba y me
puse contento. Quien me lo había regalado sabía de mi afición a los objetos mecánicos
y especialmente a los que jugaban con el equilibrio o que tenían que ver con la
búsqueda eterna del movimiento perpetuo.
Una pieza era un señor hecho con algo que parecían unos
clavos, que daban forma a sus piernas, su torso y su cuello, coronado por una
bolita que representaba su cabeza. Sobre los clavos torcidos que eran sus
brazos y manos estaba soldado un alambre curvo con dos pesas en sus extremos.
La segunda pieza era el apoyo para que el muñeco hiciera equilibrio.
Durante años me acompañó y de hecho me sigue acompañando.
Estuvo en todos mis escritorios, fueran en una oficina o en mi propio estudio. Me
gustaba empujarlo suavemente para que comenzara a balancearse en un movimiento
que parecería perpetuo pero que en algún momento terminaría.
Siempre sostuve que era un símbolo de la vida, un ejemplo de
lo que pasa aunque uno crea que no va a ocurrir. Todo movimiento termina alguna
vez, a pesar de que vaya bajando su velocidad de manera casi imperceptible.
Pero no hablamos de física ni de filosofía sino de algo que
conocí cuando por casualidad me reencontré con Gabriela, aquella “amiga
invisible” que me lo había regalado. A pesar de su aspecto acerado, que provoca
cierta sensación de cosa nueva, el juego tenía sus años.
Lo había comprado cierto día en el que miraba la vidriera de
una casa de antigüedades de San Telmo. Mientras se entusiasmaba con unos
muebles carísimos que jamás compraría, un señor de barba desprolija, ropa
gastada y sucia y un rostro que apenas dejaba ver algún tramo sin arrugas, se
acercó con un paquetito en la mano. “Es un recuerdo de familia, pero tengo que
venderlo ya, para que pueda seguir cumpliendo su propósito”, le dijo.
Ella se sobresaltó y mientras miraba a lo lejos para ver si
había un policía, se dejó llevar por la ternura del caballero. El hombre, que
había sido uno de los primeros comerciantes de antigüedades del barrio, comenzó
a contarle su historia. De origen desconocido, el equilibrista había llegado a su
negocio de la mano de un señor muy viejo que se lo ofreció a bajo precio. Por
algún motivo decidió comprarlo y lo puso justo sobre una cómoda que había
estado alguna vez en una de las mansiones que fueron el orgullo de las clases
altas antes de la fiebre amarilla.
Sorprendido porque el objeto tenía un aspecto cibernético
que lo diferenciaba claramente de todo lo que lo rodeaba en el negocio, el comerciante
se quedó unos minutos estudiándolo, hasta que tuvo la irresistible tentación de
agitarlo. El hombre de acero comenzó a balancearse y el dueño del comercio se
quedó extasiado.
Mientras jugaba, el vendedor le explicó que cuando era joven
había tenido un consultorio médico en el barrio. Eran épocas en las cuales los
profesionales dedicaban mucho tiempo y afecto a sus pacientes. Por eso pudo
hacerse de unos minutos para atender al viejito que no venía a consultarlo sino
a ofrecerle el hombre de acero. Una vez que lo colocó sobre el escritorio que
su secretaria limpiaba prolijamente todas las mañanas, no pudo resistir la
tentación de agitarlo suavemente para que comenzara el movimiento con
aspiraciones de perpetuidad.

Fue al regresar de una de aquellas reuniones revolucionarias
que había entrado en la barbería un viejito simpático, en cuyas manos enormes
aparecía como atrapado el hombre de acero. Se lo vendió a un precio casi
simbólico y el hombre lo colocó sobre uno de los modulares en los cuales tenía
otros adornos.
No pudo resistir la tentación de iniciar el movimiento, tras
lo cual, mientras miraba asombrado cómo el hombrecito se balanceaba, comenzó a
escuchar la historia que el viejito le contaba. A esa altura, llegó el remise
que había encargado y le dije a Gabriela que un día de estos volviéramos a
juntarnos, para que me contara el resto de la historia. “No te preocupes, la
que cortó la cadena fui yo”, me aclaró. Nunca volví a saber de ella.
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