
Era 1975 y si bien los dictadores todavía estaban aceitando
sus armas, cierto vapor irrespirable parecía brotar de las calles y veredas.
Una triple A que no era la Asociación Argentina de Actores golpeaba allí donde
dolía, asustaba y sobre todo amedrentaba.
Como en toda estudiantina, había amigos, compañeros de
estudios y cruces circunstanciales, miradas compartidas. En la última categoría
estaba Alejandro, de quien no sabía nada, salvo que se parecía un poco a su
hermano y por eso le llamó la atención.
Alejandro tenía una mirada franca aunque siempre parecía esconder algo. Pero era un algo que no causaba desconfianza sino lo contrario. Como
aquella tarde en la que, mientras el titular de la cátedra de Histología
dictaba un teórico en uno de los anfiteatros de la facultad, comenzaron a sonar
sirenas, a todas luces de la policía. “Lo hacen a propósito, para asustarnos,
no hay que tenerles miedo”, le dijo Alejandro por lo bajo.
Fue en el aula de prácticos de Anatomía cuando el cordobés
miró uno de los pocos cadáveres enteros que había, levantó un nervio con su
mano enguantada y dijo una frase a la que sólo le faltó el “vua”, pero que no
era un chiste sino una verdad irrefutable: “Mirá vos, le cortás este piolín y
se acaba la vida”.
Aquel día, o tal vez otro, Alejandro entró con una cara
rara, con cierto gesto de dureza o de temor. Raro en él, que nunca dejaba
traslucir el miedo, si es que lo tenía. “¿Qué te pasa”?, fue todo lo que Andrés
atinó a preguntar. La memoria traiciona y no deja escribir las palabras
exactas, han pasado muchos años, pero debe haber sido un “no sé, a veces las
cosas no salen como uno quiere”, de Alejandro. La práctica terminó y todos fuera.
Faltaba que alguien gritara “circulen”, porque era la línea
que regía en la facultad, mientras Balbín llamaba a llegar a los comicios
aunque fuera “con muletas” y el mundo político-sindical comenzaba a dividirse
entre quienes conspiraban y quienes buscaban ver cómo salvarse y salvar a otros
del tormento que se venía.
Días después, en la escalinata que hace de entrada a la
facultad de Medicina de la UBA, Andrés se encontró con algunos de sus
compañeros. Ella, una chica de piel muy blanca y cabello corto renegrido, que
solía estudiar con Alejandro, fue la que dio la noticia: “Nos íbamos a juntar
para preparar el parcial y no vino, no avisó ni lo pudimos ubicar”, comentó.
Todos sintieron el pinchazo allí al costado del esternón, como si la ausencia
les hubiera dolido a todos.
Pasaron los años y unos pocos de los que habían compartido
aulas, microscopios y bateas llenas de brazos, corazones, pulmones y otros
restos humanos al fin se recibieron. Otros quedaron en el camino, como Andrés,
quien a esa altura ya conocía la historia de Alejandro. Pero mucho después se
enteró de que había sido periodista –trabajaba en la agencia Télam- y que
escribía unos versos encantadores. Fue hace un par de años, cuando su madre,
Tati Almeida, presentó un libro en el que se recopilaban parte de sus poemas.
Un “piolín” simbólico se había cortado, pero Andrés tuvo la sensación de que la
vida no había terminado.