
Hice la combinación y ya en la estación Diagonal Norte noté
que el andén estaba cubierto en un 50 por ciento, pero medido en forma
longitudinal. Los aspirantes a pasajero estaban extendidos a lo largo del andén
y cubrían hasta la mitad hacia atrás. Entre los que acababan de llegar estaba
yo.
A los dos minutos observé que el andén estaba cubierto en
su totalidad y seguía entrando gente. El flujo venía desde dos escaleras, una
mecánica y otra fija, que desembocan en una puerta.

Miraba hacia adelante y veía a algunos alumnos que estaban
casi al borde. Una señora regordeta miraba ansiosamente casi asomándose por el
límite con las vías y no era la única. Se me ocurrió pensar qué pasaría si las dos columnas
compactas que hacían fuerza por entrar llegaran a romper el cerco. Caerían a
las vías, inevitablemente. Sólo atiné a rogar que no fuera en el momento en el
cual pasara el subte. Y pensé que tal vez no lo enviaban porque los amigos de
Metrovías también tenían miedo de que ocurriera un desastre.
Las potenciales víctimas llegaban hasta la segunda fila. Más
atrás ya sólo se trataba de asfixiarse y en todo caso de alejar los
sentimientos de claustrofobia. Como soy de la generación que recuerda
patentemente lo que pasó en la Puerta 12 de la cancha de Ríver y que también
conoce el drama de los chicos que estaban en Cromañón, comencé a pensar qué
pasaría si fuera al revés, si los que estaban al borde del andén se dieran
vuelta para salir.
Rápidamente comprendí que sería otro desastre, porque en el
medio habría decenas de personas aplastadas. Volví a mirar hacia la puerta
taponada por pobres pasajeros que no pasarían. Por la derecha observé que una
chica intentaba salir filtrándose entre los resquicios que había entre las
personas.
Eran apenas pequeñas luces por las cuales entendió que se
podía pasar. Y lo logró. Fui detrás de ella y alcanzamos a pasar la primera
columna. Luego subimos por una de las escaleras tratando de chocar lo menos
posible con las otras víctimas.
Al pasar la escalera me encontré con que la columna compacta
seguía por el pasillo y se extendía hasta las boleterías. Atiné a sacar unas
fotos con el celular, a pesar de la falta de luz, y me filtré por un costado.
Subí por una de las escaleras que dan a la calle y allí respiré. Me tranquilicé
porque pude aspirar un poco de aire fresco y porque había escapado del
peligro.

Pensé en todos los que viajan a diario –entre quienes tengo
amigos, familiares y conocidos- que arriesgan sus vidas a cada momento. Tal vez
no mucho más que quienes cruzan una calle porteña y ven autos que pasan la luz
roja o que doblan a 60 o 70 kilómetros por hora sin mirar siquiera si un
peatón, que en las esquinas tiene prioridad de paso, está a metros de la muerte.
Pero es otra historia que dejo para más adelante.