Siempre evito sentarme
en los transportes públicos. Es probable que mi actitud sea producto de la
resignación o una manía que adquirí luego de viajar toda una vida sobre mis
pies. De todos modos, el 110 iba lleno.
La chica tenía no más
de 17 o 18 años, bonita, de pómulos pronunciados, con su cabello castaño oscuro recogido hacia
arriba, jeans grises, zapatillas rojas sin medias y una remera que decía “Imagine”,
pero sin la cara de Lennon. Detrás de los lentes, sus ojos color nuez denotaban
cierta desconcentración. La música en sus auriculares blancos ayudaba.

Como el resto de los pasajeros, estábamos muy pegados el uno al otro, pero más incómodos porque habíamos caído justo delante del asiento individual que cabalga sobre la rueda. Allí hay menos espacio para los pies y por eso el chico tenía que ponerse un poco de costado con la cara, o con la carcasa azul del celular, apuntando hacia ella.
Más a la derecha yo luchaba
por sostener mi mochila, resistir los embates de una señora para la cual todo
el espacio era poco y mandar un mensaje por whatsapp.
Apenas el colectivo dobló por Las Heras, el señor que estaba en el asiento sobre la rueda hizo un movimiento con su cabeza. Todo indicaba que se preparaba para salir y lejos de producirse una de las habituales movilizaciones de la murga “los desesperados por sentarse”, no hubo desplazamientos.
Hubo, sí, un
intercambio de miradas entre los chicos. Mientras el señor se levantaba y
pasaba a mi lado, el nerd giró su cabeza un poco más hacia la izquierda y la
miró fijamente. Se desplazó con suavidad hacia mi lado, casi como para
empujarme y ella interpretó el gesto como una invitación. Por un momento me
pareció percibir que se ruborizaba, pero puede que fuera el reflejo del cabello
rojo del muchacho.

De repente, el chico movió su cadera en un giro que lo hizo quedar frente a mí y a espaldas de la chica. Fue sólo un instante y rápidamente se sentó. Ella no pareció desairada, o al menos no lo demostró. Tres o cuatro paradas después, sobre el parque Las Heras, ella también encontró un lugar y allí se quedó, mirando a lo lejos por la ventanilla.
Puede que haya sido mi
imaginación demasiado acelerada o quizá el chico, por timidez, se arrepintió a
último momento y decidió sentarse. O, lo peor, ni siquiera la registró. Me bajé
apenas el colectivo llegó a la iglesia que está frente a la Biblioteca Nacional.
Ellos dos ya no estaban. Si es que alguna vez estuvieron.
Ejercicio para el taller de Gisela Galimi. 2/9-15
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