Tenía los ojos abiertos, sobre todo el derecho, como si
hubiera estado mirando a través de una cerradura. Era el esfuerzo para llegar a
notas tan altas y precisas como una cantante de ópera. Pero sin la fama. Cuando
la encontraron cantando en un boliche de mala muerte se sintieron embriagados, aunque no habían tomado nada.
Como suele ocurrir cuando alguien pone la mirada o el oído allí donde nadie suele escuchar, pensaron en convertirla en una estrella. Se acercaron cuando terminó de actuar y mientras un par de borrachos le gritaban palabras de vino en tetrabrik, le hicieron la propuesta.
Como suele ocurrir cuando alguien pone la mirada o el oído allí donde nadie suele escuchar, pensaron en convertirla en una estrella. Se acercaron cuando terminó de actuar y mientras un par de borrachos le gritaban palabras de vino en tetrabrik, le hicieron la propuesta.
Ella los miró con asombro. Después de haber desistido de
estudiar en la Universidad, se había peleado con los viejos y cayó en una
pensión desde la cual partía todos los días al conservatorio. Duró poco, porque
los padres dejaron de pasarle dinero y tenía que salir a cantar para ganar
algunos pesos.
Menuda, de cabello oscuro y unos ojos verdes que habían
trocado al rojo de los que duermen poco, su voz, sus formas más o menos delicadas y
sus modos sensuales la hacían atractiva. Ya contaba sus primeros 30
años pero parecía más grande porque el esfuerzo y la frustración desgastan el
cuerpo y la vida.
La invitaron a una prueba en un estudio discográfico. Dudó,
temió. Muchas veces le habían hecho ofertas parecidas y todo había terminado
mal, con alguna propuesta poco honesta o directamente el robo de su voz para algún negocio poco claro.
Sin embargo, ellos parecían confiables, se notaba que no
eran “de esos”. Aceptó casi a desgano, convencida de que la única manera de no
frustrarse es no tener sueños de los cuales despertar para entrar en la
pesadilla diaria. Hicieron la cita en un estudio de la zona de Caballito. Habló
con su mejor amiga, una vecina de pensión que pasaba de la inocente marihuana a
la no tan prístina cocaína y pagaba con su cuerpo como moneda contante y
sonante.
“Dale, andá, vos no te merecés esta vida, te cambiaría mis curvas por esa voz deliciosa que tenés. Te envidio y te quiero porque sos de los nuestros, te jugaste siempre". Su amiga, de cabello lacio mal teñido, con ropas de lujo baratos y llamativos tenía cierto aire a Jennifer López pero sin su dinero y su fama. Agradecida, no podía olvidar las veces que ella la había salvado escondiéndole algunos gramos. Ocurría cada vez que un par de tipos de uniforme tocaban el timbre de la pensión "por una denuncia", con la inocultable intención de gozar gratuitamente.

Cuando ya había recorrido una cuadra y media se puso a mirar
vidrieras para tratar de tranquilizarse. Por la plazoleta de la estación
Primera Junta del subte el gentío parecía multiplicarse. No sólo por quienes
venían o iban a tomar la línea A sino por las mucamas que venían a ofrecer sus
capacidades de ama de casa y las señoras elegantes que estaban seleccionando
personal.
Justo frente a la estación encontró una galería que parecía la entrada al tren fantasma. Tenía dudas, si seguir haciendo tiempo o caminar hasta el estudio. Ganó el temor y entró por el
pasillo, lúgubre, con poca luz y la pintura descascarada.
Comenzó a caminar con paso lento y miraba los comercios sin prestar atención. Uno arreglaba computadoras, otro tenía un kiosco, otro vendía billetes de lotería y Quini 6. Imaginó que la galería era algo así como una obra de Berni en la que ella era un Juanito Laguna hecho mujer.
Comenzó a caminar con paso lento y miraba los comercios sin prestar atención. Uno arreglaba computadoras, otro tenía un kiosco, otro vendía billetes de lotería y Quini 6. Imaginó que la galería era algo así como una obra de Berni en la que ella era un Juanito Laguna hecho mujer.
Repentinamente le llamó la atención un sonido que venía de uno de los
negocios, tal vez el más imperceptible, porque no tenía arreglos especiales,
evidentemente el dueño no sabía de decoración y no había contratado a nadie.
Sin embargo, a ella le generó un sentimiento placentero, no entendía qué le
estaba ocurriendo, pero fuera lo que fuera, se sintió atraída.
Un pelirrojo lleno de pecas y con unos anteojos de
nerd atendía el negocio de venta y canje de CD, pero en el momento en el que ella
pasaba estaba sonando un vinilo de Gal Costa. La atrajo la cadencia de la
música y la voz. Se acercó como si fuera a comprar algo, aunque sólo le
interesaba escuchar la música para serenarse y tomar fuerzas antes de ir al
estudio.
Sus miradas se cruzaron. Detrás de sus anteojos pensó que
era linda. Ella lo vió y sintió un placer cálido que por un momento le hizo olvidar la incertidumbre de la prueba. Se quedaron en silencio y observándose fijamente como si el
hilo del tiempo se hubiera cortado. El primero en hablar fue el pecoso, que le
preguntó si necesitaba algo. “No, escuchaba la música, me encanta Gal”, respondió.
Se ruborizó un poco, lo saludó y salió de la galería con la idea de que nunca llegaría a ser una cantante como la brasileña, pero si no probaba, jamás lo sabría.
Caminó lo que le faltaba para llegar al estudio. Dudó si
tocar el timbre o no, si arriesgarse o volver a la pensión con su amiga de
siempre o apostar a su carrera. El índice se movió sólo y apretó el botón. Una vez adentro, se sorprendió. El clima
era cálido y el ligero aroma a madera la hizo pensar en un boliche New Age en
el que había cantado alguna vez. Los sahumerios habían corrido por cuenta del socio músico.
La recibieron cordialmente, uno con cara de fashion y el otro
desprolijo, como todo músico bohemio que se precie. El fashion era el dueño del estudio y el músico era su
socio y consejero. La hicieron sentarse en un taburete tan alto que no podía tocar el
piso con los pies. Detrás de la vitrina había una consola que recordaba a la
nave de Viaje a las Estrellas. Se le antojó que el operador se
parecía al doctor Spock. Estaba también Adrián el baterista, que no necesitaba
estimularse para hacer sonar los parches y metales como si fuera un loco. Loco
pero talentoso. Y también había un guitarrista, porque le dijeron que ella se concentrara en
cantar, que usara sus manos para expresarse, nada más.
Cuando entró en los primeros acordes todos cambiaron la mirada.
Dulce, simpática, carismática, sus fraseos sonaban en los oídos de todos y
ninguno pudo moverse siquiera hasta que terminó de cantar. Hubo un pequeño silencio en el que el tiempo parecía haberse congelado. Ellos habían quedado embelesados y ella esperaba temblando que le dijeran lo que fuera, pero rápido. El fashion prestó
su oído izquierdo a su socio el músico quien le murmuró algunas palabras. Luego
rompió el silencio y dijo que estaba contratada. La suma que le ofreció era
tentadora e incluía vestuario nuevo y un lugar en un hotel de mediana
categoría.
Volvió a tomar el colectivo para ir a la pensión. Entró en su habitación. Alguien tocó a la puerta, era su vecina. Charlaron unos minutos sobre su experiencia mágica en el estudio y la chica le contó lo que había pasado mientras no estaba. En la calle un tipo la había piropeado –si cabe el término, no tan antiguo como el amor- y ella se había sentido por primera vez impactada. Casi dice “tocada” como si hubieran estado jugando a la batalla naval, pero se frenó. Hacía unos diez años que se sentía tocada por los hombres y era literal.
Fue amor a primera vista. Ella le sonrió, él comenzó a hablar y no paró hasta que se sentaron a tomar un café. Se confesaron mutuamente y él se aceleró. Le prometió la luna y mientras pensaba cómo conseguirla le pidió el número telefónico, que en realidad era el de la pensión, el único contacto con el exterior que tenían.
Justamente por su pobreza y su ocupación poco prestigiosa dudó bastante si aceptar o no la cita, temía que su situación fuera la condena a quedarse sola. Lo pensó mucho y no sólo porque estaba indecisa. Mujer jóven pero experimentada, quiso saber si el tipo de los anteojos estaba dispuesto a insistir durante algunos meses para verla nuevamente.
Era la primera vez que pensaba en un hombre sin calcular cuánta plata tenía sino cuánto afecto podía darle. Al menos desde que había fallecido su madre, viuda y con un trabajo de doméstica en una casa de clase media, que no le dejó ni una toalla a modo de herencia. Finalmente no pudo resistir más y aceptó. Ahora se aprestaba a encontrarse nuevamente con el tipo que tanto la
había conmovido.
Se pegó una ducha en el baño que compartían tres de los inquilinos y aguantó el frío cuando se terminó el agua caliente. Se metió en el vestido de algodón y se sintió rara con su ropa sencilla, sin los colores fuertes, los escotes pronunciados y las caderas ajustadas que solía usar cuando recibía a alguien en su habitación.
En el café se miraron por segunda vez y mientras una música suave sevía de fondo para ponerlos en clima sintieron que la eternidad que había pasado desde el primer café, se había convertido en nada. Ella se sintió como volando en una alfombra mágica. Emocionado, él giró la cabeza detrás de sus anteojos y miró por la ventana. Había comenzado a oscurecer y ya no había señoras eligiendo servicio doméstico. Volvió a mirarla mientras jugaba con uno de los rulos colorados que sobresalían por debajo de su gorra. Por los pequeños baffles distribuidos por las distintas paredes del local apareció una voz. No era Gal Costa, pero los dos la reconocieron.
Se pegó una ducha en el baño que compartían tres de los inquilinos y aguantó el frío cuando se terminó el agua caliente. Se metió en el vestido de algodón y se sintió rara con su ropa sencilla, sin los colores fuertes, los escotes pronunciados y las caderas ajustadas que solía usar cuando recibía a alguien en su habitación.
En el café se miraron por segunda vez y mientras una música suave sevía de fondo para ponerlos en clima sintieron que la eternidad que había pasado desde el primer café, se había convertido en nada. Ella se sintió como volando en una alfombra mágica. Emocionado, él giró la cabeza detrás de sus anteojos y miró por la ventana. Había comenzado a oscurecer y ya no había señoras eligiendo servicio doméstico. Volvió a mirarla mientras jugaba con uno de los rulos colorados que sobresalían por debajo de su gorra. Por los pequeños baffles distribuidos por las distintas paredes del local apareció una voz. No era Gal Costa, pero los dos la reconocieron.