Su lugar de trabajo está ordenado o, al menos,
todo lo que le hace falta está a su alcance: una taza para café no muy bien
lavada, dos lapiceras, una de tinta negra y otra azul, bastante mordidas pero
que sirven para escribir. También hay un cuaderno en el que anota todo lo que
tiene para hacer y otro en el que registra lo que hecho. El primero se le
termina más rápido: cada tanto compra tres para los planes y uno para los resultados.
Las cosas no se caen porque las sostiene un
escritorio de madera recubierto con melanina de color marrón oscuro,
prudentemente elegido para evitar que la tierra se note demasiado. Contra lo
que puede suponerse, cada tanto pasa una franela húmeda como para evitar que se
forme una capa de esas que luego es casi imposible eliminar sin terminar con un
ataque de alergia.
El escritorio tiene cuatro cajones frontales
que difícilmente se anime a abrir, porque sabe que luego no los podrá volver a
cerrar. Es que decenas de papeles de distintos tamaños, gramaje y color
permanecen allí apretados como en una celda de castigo y cuando perciben que
están autorizados a salir, ya no hay forma de ubicarlos nuevamente en su lugar.
No es que no haya tratado, todo lo contrario,
hubo épocas en las que ingenuamente abría un cajón para ver si encontraba cosas
como aquella factura que diez años después de emitida, el tintorero le volvía a
reclamar. La última vez lo deslizó suavemente hacia atrás y comenzaron a salir
todo tipo de papeles con sus pupilas muy abiertas, desacostumbrados a la luz,
aunque fuera de unos pocos watts. Cuando intentó volver a cerrarlo sintió que
las leyes de la física habían sido corrompidas por la lógica de la acumulación:
con la misma densidad y peso, ocupaban un volumen mayor.
Aunque no es un tipo medroso, aquella vez se
asustó y no quiso repetir el procedimiento con los otros cajones. El tintorero
tendría que esperar otros diez años o pasar la deuda al rojo. Por suerte no
hacía falta visitarlo porque su vestimenta consistía en dos mudas de ropa
interior y exterior que iba lavando alternativamente. Los bóxer con cuadraditos
que tenían la cara de Mickey son un baluarte que le evitan el roce molesto con sus
jeans, un poco agujereados, un tanto desteñidos, bastante antiguos y totalmente
arrugados. Lavar, sí, planchar, jamás. Lo saben muy bien sus escasos pero
fieles clientes, quienes gracias a la alternancia regular en el lavado pueden adelantar
cuál será la camisa que tendría puesta, si la de rayas verdes verticales o la
de cuadros azules y rojos.
Por suerte para él, puede trabajar y
mantenerse a salvo de la intemperie gracias a que el escritorio y las lámparas están
en un cuarto al que denomina “oficina”. Nunca se tomó el trabajo de pintar las
paredes. El techo tampoco. Si alguien le pregunta, dice que están “bolseadas”,
o sea hechas bolsa.
Lo bueno es que el color blanco de las dos
manos de cal aplicadas amorosamente por el dueño anterior viraron hace mucho hacia
un azul azabache, con lo cual se disimulan bastante las manchas de todo tipo de
líquidos y alimentos que alguna vez pasaron por su escritorio.
Tiene techo y de ahí cuelga la araña, de ocho
patas, como todas las de su especie. Es lo único eficiente del lugar y no duda
cuando tiene que hacerse cargo de otros insectos, como moscas, mosquitos y
hasta alguna hormiga despistada que cae en sus redes.
Las lámparas están en otro tipo de arácnido. No
tiene ocho patas sino dos tubos de bronce que la asemejan a una vieja honda.
Más de una vez se vio tentado de arrancarla para salir a cazar pajaritos por el
barrio, pero tiene miedo de electrocutarse.

Nadie tiene idea de qué hace, ni siquiera sus
clientes, quienes concurren una vez al mes para charlar un rato y le dejan unos
billetes a modo de contribución para su sustento. Es que en el fondo lo
quieren, lo respetan, lo cargan un poco. El
no se preocupa, sólo le interesa que le alcance el dinero para ir a
comer dos veces por día al pequeño restaurante del barrio, el único lugar en el
que todavía reciben australes.