viernes, 23 de noviembre de 2012

Movimiento perpetuo



Otro juego en el taller de Gisela: Historias de objetos. Comparto mi aporte:



El paquete era pequeño y apenas saqué el papel que lo envolvía apareció una cajita que guardaba prolijamente las dos partes. Era un regalo del amigo invisible, un juego que todos hemos experimentado, aunque a veces no lo recordemos con exactitud. De hecho, sé quién me eligió al hombre de acero pero no tengo claro si fue porque lo adiviné o porque al final del juego me lo tenían que decir. Vaya uno a saber.

Cuando lo tuve en mis manos entendí de qué se trataba y me puse contento. Quien me lo había regalado sabía de mi afición a los objetos mecánicos y especialmente a los que jugaban con el equilibrio o que tenían que ver con la búsqueda eterna del movimiento perpetuo. 

Una pieza era un señor hecho con algo que parecían unos clavos, que daban forma a sus piernas, su torso y su cuello, coronado por una bolita que representaba su cabeza. Sobre los clavos torcidos que eran sus brazos y manos estaba soldado un alambre curvo con dos pesas en sus extremos. La segunda pieza era el apoyo para que el muñeco hiciera equilibrio. 

Durante años me acompañó y de hecho me sigue acompañando. Estuvo en todos mis escritorios, fueran en una oficina o en mi propio estudio. Me gustaba empujarlo suavemente para que comenzara a balancearse en un movimiento que parecería perpetuo pero que en algún momento terminaría.

Siempre sostuve que era un símbolo de la vida, un ejemplo de lo que pasa aunque uno crea que no va a ocurrir. Todo movimiento termina alguna vez, a pesar de que vaya bajando su velocidad de manera casi imperceptible. 

Pero no hablamos de física ni de filosofía sino de algo que conocí cuando por casualidad me reencontré con Gabriela, aquella “amiga invisible” que me lo había regalado. A pesar de su aspecto acerado, que provoca cierta sensación de cosa nueva, el juego tenía sus años. 

Lo había comprado cierto día en el que miraba la vidriera de una casa de antigüedades de San Telmo. Mientras se entusiasmaba con unos muebles carísimos que jamás compraría, un señor de barba desprolija, ropa gastada y sucia y un rostro que apenas dejaba ver algún tramo sin arrugas, se acercó con un paquetito en la mano. “Es un recuerdo de familia, pero tengo que venderlo ya, para que pueda seguir cumpliendo su propósito”, le dijo.

Ella se sobresaltó y mientras miraba a lo lejos para ver si había un policía, se dejó llevar por la ternura del caballero. El hombre, que había sido uno de los primeros comerciantes de antigüedades del barrio, comenzó a contarle su historia. De origen desconocido, el equilibrista había llegado a su negocio de la mano de un señor muy viejo que se lo ofreció a bajo precio. Por algún motivo decidió comprarlo y lo puso justo sobre una cómoda que había estado alguna vez en una de las mansiones que fueron el orgullo de las clases altas antes de la fiebre amarilla. 

Sorprendido porque el objeto tenía un aspecto cibernético que lo diferenciaba claramente de todo lo que lo rodeaba en el negocio, el comerciante se quedó unos minutos estudiándolo, hasta que tuvo la irresistible tentación de agitarlo. El hombre de acero comenzó a balancearse y el dueño del comercio se quedó extasiado.

Mientras jugaba, el vendedor le explicó que cuando era joven había tenido un consultorio médico en el barrio. Eran épocas en las cuales los profesionales dedicaban mucho tiempo y afecto a sus pacientes. Por eso pudo hacerse de unos minutos para atender al viejito que no venía a consultarlo sino a ofrecerle el hombre de acero. Una vez que lo colocó sobre el escritorio que su secretaria limpiaba prolijamente todas las mañanas, no pudo resistir la tentación de agitarlo suavemente para que comenzara el movimiento con aspiraciones de perpetuidad. 

Mientras miraba extasiado el balanceo escuchaba el relato del viejito que se lo había ofrecido. Había tenido una barbería en tiempos de la colonia. Por sus tijeras habían pasado médicos, profesores, abogados y hasta algún militar de baja graduación. A los más ricos los atendía en sus propias mansiones, trabajo que aceptaba, a pesar de sus ideas jacobinas, porque pagaban muy bien. Con el dinero extra solía pasar por la jabonería de un tal Vieytes y hacía su aporte para el movimiento que se estaba preparando. 

Fue al regresar de una de aquellas reuniones revolucionarias que había entrado en la barbería un viejito simpático, en cuyas manos enormes aparecía como atrapado el hombre de acero. Se lo vendió a un precio casi simbólico y el hombre lo colocó sobre uno de los modulares en los cuales tenía otros adornos. 
 
No pudo resistir la tentación de iniciar el movimiento, tras lo cual, mientras miraba asombrado cómo el hombrecito se balanceaba, comenzó a escuchar la historia que el viejito le contaba. A esa altura, llegó el remise que había encargado y le dije a Gabriela que un día de estos volviéramos a juntarnos, para que me contara el resto de la historia. “No te preocupes, la que cortó la cadena fui yo”, me aclaró. Nunca volví a saber de ella.

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