miércoles, 1 de abril de 2015

Sepia


Cuando entró en la casa pensó en todos los días que había pasado de niño. Recordó cada momento, como aquella vez en la que se despertó y estaba todo inundado. El gato había dejado su alfombra y se había acostado en una silla. Instinto de supervivencia.


Con su manía de registrar todo, tomó la cámara y no dejó de filmar y sacar fotos durante una hora. Después comenzó a desarmar como si se tratara del fin de una película y la casa fuera un estudio de cine.

A esa altura los muebles ya habían volado a cualquier parte. Guardó lo que quedaba de la vajilla inglesa y las copas de cristal, con tantos años de existencia y apenas un par de usos. Pasó sus dedos por uno de los platos azules siguiendo las líneas de los grabados en relieve, tal como lo hacía cuando era un chico. Extraña costumbre la de reservar las posesiones más valiosas para un futuro eternamente postergado.

Puso en otra caja papeles, fotos, algunos objetos personales, nada valioso, al menos para vender por ahí. Para él eran importantes. Luego guardó algunos recuerdos más. Puso un banco y una mecedora en el auto y pasó a revisar toda la casa. Recorrió su vida en diez minutos.


Traspasó el portal y se quedó parado un rato en la vereda. Sus ojos no querían mirar. Pero fijó la vista en todo: la casa, el vecindario, los árboles que estaban en la puerta y el gallinero del hombre de enfrente. No estaban las gallinas, ni su dueño, ni los otros habitantes del barrio.

Se dio vuelta, giró su cabeza a un lado y al otro, como para impregnar nuevamente sus ojos con las imágenes de toda la vida. Subió al auto, miró por el espejo retrovisor, antes de apretar el acelerador derramó un par de lágrimas, pero luego pareció que una sonrisa asomaba entre sus labios.