domingo, 8 de julio de 2012

Forros

Aquella familia no se diferenciaba demasiado de todas las demás. Era viernes a la noche y habían comprado un par de pizzas y cerveza en Mario, en la calle Rivadavia, que quedaba a siete cuadras pero era la más cercana. Ella colocó la caja con el manjar recubierto de mozzarella y aceitunas mientras el traía los cuatro platos y los cubiertos.

Todo se atrasó un poco porque los pibes tenían hormigas allí donde más molestan y cada tanto se levantaban de la mesa para hacer una vertical, para pelearse, para jugar como si la hora de la cena no hubiera llegado. Y éso que les encantaba la pizza. El más chico, de seis años, había heredado el cabello rubio de la madre y los ojos azules del padre. El más grande, de diez, también era rubio pero sus ojos eran grandes y renegridos, como los de la madre.

Afuera la noche estaba despejada y fría, como son fríos los días en el Conurbano bonaerense, siempre cinco grados menos que en la Capital. En los andenes de la estación de Haedo había unos pocos que esperaban el rápido de Castelar y otros que trabajaban en alguna fábrica y se disponían a viajar hacia Moreno. Cuando llegó el tren que venía de Once, se bajó él, tal como había hecho toda la semana a las 11. Venía de la facultad y caminaba las 9 cuadras que lo separaban de su casa.


Tomó por Marcos Sastre hasta Rivadavia y dobló a la derecha para avanzar luego hacia la izquierda, por la calle de la Iglesia. Pasó frente a la puerta de la escuela Padre Osimato y luego viró a la izuierda una media cuadra, hasta llegar a la esquina. Giró hacia la derecha y en Las Bases hacia la izquierda, para caminar luego unas cuadras hasta su hogar.

En eso estaba cuando un ruido extraño lo asustó, como lo asustaban los patrulleros que recorrían la noche o los soldados que aparecían cada tanto en alguna esquina. Era una combinación de un sonido conocido, el de un helicóptero y otros desconocidos. Podían ser cañonazos, misiles, ametralladoras o todo al mismo tiempo. Todo era posible allá por el 77.

Lo primero que hizo fue calcular dónde podía ser. Era muy cerca de su casa. Siguió avanzando por la calle hasta que llegó al hogar dulce hogar, que afortunadamente para él estaba a un par de cuadras del hecho. Sus padres no se fueron a dormir hasta que llegó y los saludó. Temió que si iba a ver qué pasaba podría terminar herido por alguna bala perdida.

A la mañana siguiente se despertó muy temprano. Salió de su casa y chocó con el frío. Caminó hasta El Ceibo y dobló media cuadra hacia la derecha. Vio a muchos vecinos, algunos de los cuales conocía de vista. Pero ninguno era amigo, porque es sabido que los barrios siempre están segmentados en no más de un par de manzanas. Se metió entre el grupo nutrido por las señoras, los señores y los pibes de la cuadra.

Miró el frente de la casa y parecía El Líbano en plena guerra civil. Una de las ventanas había sido arrancada y dejaba ver el comedor, donde había una pizza cortada y cuatro platos, cada uno con una porción. Los vecinos entraban apurados y salían con aire triunfal. Se llevaban pequeñeces, porque a la noche los invasores habían hecho el saqueo habitual y casi se llevan la pizza para comer fría con el café con leche de la mañana.

Iban saliendo portando una mesa de luz, un frasco con fideos, una silla, un par de jarrones -uno de los cuales tenía jazmines- y hasta el collar de un perro que seguramente ya formaría parte de la familia de algún invasor.

Lo más impresionante fue cuando una señora salió con una campera que tenía varias manchas de sangre. "Yo tengo un líquido para limpiarla, es muy bonita", dijo. Luego salió un chico con un pequeño fajo de billetes que había encontrado bajo el colchón. Se le había escapado a los saqueadores nocturnos. El se quedó paralizado, miraba a los que entraban y salían y escuchaba los comentarios del grupo que quedaba afuera. De repente se formuló una pregunta: "¿Por qué no encontraron forros?". La respuesta estaba en la vereda.

1 comentario:

José Soriano dijo...

Me duele en la memoria x tres veces. Abrazo fraterno.