sábado, 6 de octubre de 2012

Peligro de muerte en el Subte



El subte es el medio de transporte más rápido que conozco y es el que más utilizo a pesar de que cuesta el doble que un pasaje en colectivo. El viernes pasado, como muchas otras veces, me dispuse a viajar hasta la Facultad de Ciencias Sociales, que está a pocas cuadras de la estación Independencia. Primero un paseo por la línea B hasta la 9 de Julio y allí combinación con la línea C hacia Constitución.

Hice la combinación y ya en la estación Diagonal Norte noté que el andén estaba cubierto en un 50 por ciento, pero medido en forma longitudinal. Los aspirantes a pasajero estaban extendidos a lo largo del andén y cubrían hasta la mitad hacia atrás. Entre los que acababan de llegar estaba yo.

A los dos minutos observé que el andén estaba cubierto en su totalidad y seguía entrando gente. El flujo venía desde dos escaleras, una mecánica y otra fija, que desembocan en una puerta. 

Pasados otros ocho minutos ya me había resignado a caminar por la superficie y me di vuelta para salir. Fue cuando observé espantado que atrás el flujo de pasajeros se había convertido en una masa compacta que seguía alimentándose desde las dos escaleras, pero que se paralizaba al llegar a la puerta del andén. Evidentemente no podría salir o, al menos, me resultaría difícil.

Miraba hacia adelante y veía a algunos alumnos que estaban casi al borde. Una señora regordeta miraba ansiosamente casi asomándose por el límite con las vías y no era la única. Se me ocurrió pensar qué pasaría si las dos columnas compactas que hacían fuerza por entrar llegaran a romper el cerco. Caerían a las vías, inevitablemente. Sólo atiné a rogar que no fuera en el momento en el cual pasara el subte. Y pensé que tal vez no lo enviaban porque los amigos de Metrovías también tenían miedo de que ocurriera un desastre.

Las potenciales víctimas llegaban hasta la segunda fila. Más atrás ya sólo se trataba de asfixiarse y en todo caso de alejar los sentimientos de claustrofobia. Como soy de la generación que recuerda patentemente lo que pasó en la Puerta 12 de la cancha de Ríver y que también conoce el drama de los chicos que estaban en Cromañón, comencé a pensar qué pasaría si fuera al revés, si los que estaban al borde del andén se dieran vuelta para salir.

Rápidamente comprendí que sería otro desastre, porque en el medio habría decenas de personas aplastadas. Volví a mirar hacia la puerta taponada por pobres pasajeros que no pasarían. Por la derecha observé que una chica intentaba salir filtrándose entre los resquicios que había entre las personas.

Eran apenas pequeñas luces por las cuales entendió que se podía pasar. Y lo logró. Fui detrás de ella y alcanzamos a pasar la primera columna. Luego subimos por una de las escaleras tratando de chocar lo menos posible con las otras víctimas.

Al pasar la escalera me encontré con que la columna compacta seguía por el pasillo y se extendía hasta las boleterías. Atiné a sacar unas fotos con el celular, a pesar de la falta de luz, y me filtré por un costado. Subí por una de las escaleras que dan a la calle y allí respiré. Me tranquilicé porque pude aspirar un poco de aire fresco y porque había escapado del peligro.

Pero allí abajo estaban la señora regordeta, los alumnos de la Facultad, grandes, chicos, adolescentes, estudiantes secundarios, ancianos, mujeres con niños, embarazadas, adultos cansados de un día de trabajo, desocupados que estuvieron buscando una changa y que volvían con las manos llenas o vacías. Y cientos de personas que, conocidos o no, habían pagado como yo el pasaje al doble que en un colectivo y que estaban arriesgando sus vidas en un subsuelo que, ante una sola chispa, podía convertirse en una tumba portátil.

Pensé en todos los que viajan a diario –entre quienes tengo amigos, familiares y conocidos- que arriesgan sus vidas a cada momento. Tal vez no mucho más que quienes cruzan una calle porteña y ven autos que pasan la luz roja o que doblan a 60 o 70 kilómetros por hora sin mirar siquiera si un peatón, que en las esquinas tiene prioridad de paso, está a metros de la muerte. Pero es otra historia que dejo para más adelante.

domingo, 30 de septiembre de 2012

Un sujeto llamado Objeto



En el taller de Gisela la consigna fue "¿A qué lugar van a parar las cosas perdidas?"  Mi trabajo, como siempre, se suma a los cuentos y descuentos de Vida Debida.

El día que la profesora de canto me dijo que era conveniente hacer las anotaciones con un lápiz volví a mi casa y en el camino compré uno de esos tiralíneas mecánicos. Durante un par de meses se transformó en mi compañero de escalas y ensayos, hasta que un día se le terminaron las minas y, como ocurre a todo el que pasa por tal situación, se quedó vacío.

De allí en más tuve que pedir prestado el lápiz porque cada vez que me acordaba de comprar las minas de repuesto, algo que siempre hay que tener, ya era de noche o los negocios estaban cerrados.

Pero como las desgracias no son eternas, finalmente una tarde me acordé y pasé por la librería del barrio para comprar una cajita de minas HB. Contento volví a mi casa con la certeza de que el repuesto me duraría mucho. No me equivocaba, porque el lápiz mecánico no apareció. Lo busqué, di vuelta la casa dos veces, revisé hasta donde era imposible que estuviera, pero no apareció. En cambio, encontré otra cajita de minas.

Seguí buscando varios días hasta que me resigné. Con una reserva abundante de minas y ningún lápiz, decidí comprar uno nuevo. Volví a mi casa contento por haber cumplido exitosamente con la misión. Lo probé como si fuera un auto nuevo, borré algunas líneas que no eran garabatos sino formas de perfiles aerodinámicos o piezas mecánicas, esas cosas que solemos dibujar los técnicos. Estaba feliz.

Apenas una hora después tenía que ir a una entrevista y busqué la tarjeta para el subte. Entre mis documentos apareció, oh sorpresa, el lápiz sin minas, mirándome como si nada hubiera pasado. Intenté preguntarle qué había ocurrido, cómo había ido a parar allí, pero no me respondió.

Era un lápiz relativamente nuevo, de manera que lo tomé como una broma infantil, casi de adolescente. Pero me quedé pensando qué caminos había recorrido, dónde había estado, si había pensado en volver o si estaba allí nuevamente por pura casualidad.

Lo más importante, tal vez, era saber cómo se había escapado y hacia dónde había ido. Dicen que cuando se pierden, los objetos aparentemente inanimados se trasladan aprovechando fuerzas magnéticas que los hombres y sus instrumentos de medición jamás han logrado detectar.

Algunos teóricos postularon que se trata de duendes que provienen de la Patagonia, verdaderas organizaciones que viven en El Bolsón pero se trasladan en segundos hacia las diferentes ciudades del país. Su tarea es robar objetos que luego de un tiempo, cuando el dueño se resigna o lo reemplaza, devolverán para marcar su poder, como si fueran felinos orinando su territorio.

Sin embargo esta teoría se desmiente sola. ¿De dónde saldrían tantos duendes como para ocuparse de miles y miles de objetos que se pierden a diario? Evidentemente hay que buscar otra explicación, más racional.

Entre ellas, la que sostiene que los objetos tienen capacidades que nos ocultan a propósito, para usarlas cuando quieren pasear o cuando se enamoran y quieren estar a solas en algún lugar acogedor. Un estudioso de la Universidad de Tres de Febrero es uno de los principales defensores del postulado y afirma que los objetos tienen romances fugaces, de manera que hay que esperar que vuelvan y no hacerles preguntas indiscretas. Salvo que el amor troque en matrimonio, ante lo cual respetuosamente hay que dejarlos hacer su vida.

No es cuestión de desmentir a todos los que estudian los fenómenos de pérdida de objetos, pero suena extraño que un lápiz se vaya una semana a algún lugar perdido en los tiempos para estar con alguna pareja. Se hubiera quedado en casa y yo lo hubiese llenado de minas. El se lo perdió.