jueves, 6 de octubre de 2011

Apertura Nimzoindia

El jugó P4D, con su peón dama en la cuarta posición encaró una apertura original si se considera que siempre se comenzaba atacando por el lado del rey, pero bastante habitual para un hombre acostumbrado primero a mirar hacia el medio, con todas las ganas de ocupar el espacio central, donde sentía que su dominio le haría ganar la partida. Ella se sorprendió pero no movió una ceja. Jugó C3AR, moviendo el caballo a una posición defensiva típica de quien quiere proteger, justamente, el espacio donde imperan sus virtudes. Una reacción típicamente femenina que el ajedrez refleja en toda su estrategia. El respondió con un paso aún más riesgoso y movió su peón del alfil del lado de dama hacia el cuarto casillero, P4AD y ahora no sólo el centro de ella estaba atacado formidablemente sino con todo el riesgo de parte de él. Imperturbable pero con dificultades para ocultar su asombro, ella movió el peón que protegía a su rey hacia la tercera posición, para reforzar su medio y advertirle que la jugada sería riesgosa: P3R y ojo con tocarme el centro porque te como. El no quiso quedarse atrás y siguió con su esquema de sorprenderla y apropiarse de su medio, dominar el centro de la escena y no quedarse quieto: movió su caballo a la posición 3 del alfil dama para defender su peón ofensivo y casi insolente: C3AD. Ella se quedó pensando un momento, el caballo estaba en una posición fuerte pero era tentador, todo en él era tentador aunque no pudiera demostrarlo. Movió su alfil dama en diagonal al corcel y lo amenazó con un cambio que podría dejar sus defensas desarticuladas: A5C. Lejos de sorprenderse, él pareció saber que haría eso y adelantó un casillero el peon del lado de la dama para obligar al alfil a irse o a morir en el intento: P3TD. Ella sabía que era una de las posibilidades y que volver atrás sería dejar el centro para él. Comió su caballo AxC o, digamos, lo cambió por él, ya que el peon de la torre dama que la había amenazado se comió al alfil. Con las blancas de su lado, él logró afianzar el centro, que era su primer objetivo, basado en la fuerza que le daría la pareja intacta de alfiles. Pasaba a la ofensiva con igual audacia que cuando comenzó su partida. Pero ella sabía que tenía un punto débil que eran esos peones uno adelante del otro, en situación complicada. Sintió que su centro estaba desprotegido y por primera vez pensó si quería ganar o perder. Su estilo agresivo le producía cierta gracia y a la vez era un aliciente para estar más atenta en la defensa de su centro y de su rey. El conocía sus propias debilidades y no quería jugar una partida aburrida. El sabor de la derrota puede ser hasta agradable si se lo paladea con el corazón agitado. El P3R de ella sostenía el centro más o menos protegido. Se miraron por primera vez a los ojos. Ella comprendió que la fortaleza de su centro no ocultaría por un momento la fragilidad de sus defensas. El entendió que toda su intrepidez se justificaba sólo por la atracción de apropiarse de su centro y entrar en sus aposentos para ver a una dama enloquecida defendiendo el honor de un rey que caería inevitablemente. Se quedaron con la mirada fija uno en la otra, la otra en el uno. Casi hacen tablas, pero no llegaron, el centro, la pasión no les dieron permiso para seguir la partida.

lunes, 3 de octubre de 2011

Desencuentro en contínuo

Se puso lo mejor que tenía, aunque sabía que él no la miraría. Su mirada fue insinuante y su imagen estaba lejos, muy lejos de lo que él podía imaginar. Estaba atractiva, bella, cada parte de su cuerpo parecía pedir algo. El no tenía a mano otra cosa que aquel objeto que solía utilizar para comunicarle cuánto la quería, cuánto la deseaba cada vez que no la tenía. Ella se hizo un lugar para estar más cómoda con él, aunque él no estuviera. El se puso en el lugar de siempre, con un whisky a su derecha y un papel sobre la mesa. Ella se conectó y comenzó a escribir. Buscó por su nombre, por su apellido, por su escuela, por su facultad, por su trabajo. No aparecía. El imaginó sus ojos y no le gustaron. Nunca fue su mejor atributo. Pensó más abajo y ya el cuello le causaba inspiración. Ella puso sus manos sobre su cintura, con los brazos en jarra. El sintió un calor en sus manos y supuso que tenía que escribir. Ella sabía que allí estaba su zona, para él. El también lo sabía pero no lo entendía. Buscó su instrumento, estaba intacto y listo para decirle todo lo que la quería, aunque no lo sabía. Ella entonó una canción mientras se miraba al espejo y no se gustaba. Se puso una bata de toalla alrededor del cuerpo y fue a cambiarse. Ella se puso sus mejores zapatos, de esos que las hacen casi absurdas pero de los cuales jamás podrían prescindir. El pensó si esta vez usaría unas zapatillas hipponas, de las que le gustaban a él. Ella se pintaba los ojos, que un delineador por acá, que un rímel por allá. Sabía que no era lo mejor que tenía. El se levantó de la mesa, se ajustó los jeans, se puso aquellas zapatillas que habían causado la discusión. Ella recordó la discusión. El recordó que no le gustaban sus ojos. Ella no se conectó. El no fue a la cita con la letra escrita. Ella se puso a navegar. El navegó por su bronca masculina mientras dibujaba estrellas. Ella decidió no buscarlo. El decidió que no lo encontrara. Ella no lo buscó en la gran red. El no le escribió aquella carta en la que le iba a declarar su amor. Otra vez, el fue en lápiz y papel y ella en su Blackberry. No se encontraron.

Dos fantasmas en el café

Sí, se encontraron. O no, porque ya no eran las mismas personas. El le contó cómo había pasado esos años, cuántos amores, cuántos desamores, qué caras y qué vivencias. Ella le mostró las huellas de su tiempo, las veces que lo vio por ahí, las ocasiones en las que tuvo ganas de preguntarle si se le había pasado el rencor, si había logrado verla con ojos benevolentes sin olvidarla.

Pero en rigor se habían olvidado ambos. No sabían por qué estaban ahí ni para qué. No tenían idea de los motivos para estar frente a frente con alguien que no les movía ningún sentimiento, ni bueno ni malo.

Tal vez el encuentro hubiese sido en vano si no hubiera servido para contar heridas, hacer un relevamiento de daños y medir las defensas de cada uno. Se prepararon para seguir adelante y siguieron. Se hicieron preguntas, se dieron respuestas más o menos ciertas, se fueron en halagos hacia lo bueno y contaron las dudas como algo pasado.
Estuvieron media hora charlando hasta que sintieron que era una farsa tejida por las costumbres, un hábito poco sano pero inevitable si se quiere pertenecer a la sociedad civilizada.

¿Qué es más civilizado? Probablemente decir la verdad, aunque provoque dolores, porque quien se fue o quien se quedó sin quien se fue saben de dolores y de curaciones. Como en aquella vieja máxima de la infancia, los clavos que se quitan de la madera para simbolizar una buena acción que sustituye a las malas acciones anteriores, de todos modos, deja un agujero. Pero el todo se soluciona con una buena cantidad de aserrín y una lijada.

Se despidieron con pocas ganas de volver a cruzarse, se mintieron que se verían pronto, estaban más lejos que nunca y sin embargo se sintieron obligados a prometerse cosas. Ya se habían hecho promesas que no cumplieron, no era problema reiterarse. Ella se fue por donde venía, por su propio camino y pensando en hijos y hasta nietos. El se volvió con ganas de no haber estado. ¿Estuvieron? Vaya uno a saber, pero siguieron el camino.