lunes, 3 de octubre de 2011

Dos fantasmas en el café

Sí, se encontraron. O no, porque ya no eran las mismas personas. El le contó cómo había pasado esos años, cuántos amores, cuántos desamores, qué caras y qué vivencias. Ella le mostró las huellas de su tiempo, las veces que lo vio por ahí, las ocasiones en las que tuvo ganas de preguntarle si se le había pasado el rencor, si había logrado verla con ojos benevolentes sin olvidarla.

Pero en rigor se habían olvidado ambos. No sabían por qué estaban ahí ni para qué. No tenían idea de los motivos para estar frente a frente con alguien que no les movía ningún sentimiento, ni bueno ni malo.

Tal vez el encuentro hubiese sido en vano si no hubiera servido para contar heridas, hacer un relevamiento de daños y medir las defensas de cada uno. Se prepararon para seguir adelante y siguieron. Se hicieron preguntas, se dieron respuestas más o menos ciertas, se fueron en halagos hacia lo bueno y contaron las dudas como algo pasado.
Estuvieron media hora charlando hasta que sintieron que era una farsa tejida por las costumbres, un hábito poco sano pero inevitable si se quiere pertenecer a la sociedad civilizada.

¿Qué es más civilizado? Probablemente decir la verdad, aunque provoque dolores, porque quien se fue o quien se quedó sin quien se fue saben de dolores y de curaciones. Como en aquella vieja máxima de la infancia, los clavos que se quitan de la madera para simbolizar una buena acción que sustituye a las malas acciones anteriores, de todos modos, deja un agujero. Pero el todo se soluciona con una buena cantidad de aserrín y una lijada.

Se despidieron con pocas ganas de volver a cruzarse, se mintieron que se verían pronto, estaban más lejos que nunca y sin embargo se sintieron obligados a prometerse cosas. Ya se habían hecho promesas que no cumplieron, no era problema reiterarse. Ella se fue por donde venía, por su propio camino y pensando en hijos y hasta nietos. El se volvió con ganas de no haber estado. ¿Estuvieron? Vaya uno a saber, pero siguieron el camino.

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