sábado, 11 de agosto de 2012

Vidas segadas


Las cosas de la vida y una vocación bastante común, la de ser patólogo y descubrir una cura contra el cáncer, lo llevaron a la Facultad de Medicina. Andrés cursaba el primer año y pronto se acostumbró a deambular entre trozos de cadáveres, identificar huesos, músculos y, por qué no decirlo, descifrar rostros apagados por el formol.

Era 1975 y si bien los dictadores todavía estaban aceitando sus armas, cierto vapor irrespirable parecía brotar de las calles y veredas. Una triple A que no era la Asociación Argentina de Actores golpeaba allí donde dolía, asustaba y sobre todo amedrentaba.

Como en toda estudiantina, había amigos, compañeros de estudios y cruces circunstanciales, miradas compartidas. En la última categoría estaba Alejandro, de quien no sabía nada, salvo que se parecía un poco a su hermano y por eso le llamó la atención.

Alejandro tenía una mirada franca aunque siempre parecía esconder algo. Pero era un algo que no causaba desconfianza sino lo contrario. Como aquella tarde en la que, mientras el titular de la cátedra de Histología dictaba un teórico en uno de los anfiteatros de la facultad, comenzaron a sonar sirenas, a todas luces de la policía. “Lo hacen a propósito, para asustarnos, no hay que tenerles miedo”, le dijo Alejandro por lo bajo.

Fue en el aula de prácticos de Anatomía cuando el cordobés miró uno de los pocos cadáveres enteros que había, levantó un nervio con su mano enguantada y dijo una frase a la que sólo le faltó el “vua”, pero que no era un chiste sino una verdad irrefutable: “Mirá vos, le cortás este piolín y se acaba la vida”.

Aquel día, o tal vez otro, Alejandro entró con una cara rara, con cierto gesto de dureza o de temor. Raro en él, que nunca dejaba traslucir el miedo, si es que lo tenía. “¿Qué te pasa”?, fue todo lo que Andrés atinó a preguntar. La memoria traiciona y no deja escribir las palabras exactas, han pasado muchos años, pero debe haber sido un “no sé, a veces las cosas no salen como uno quiere”, de Alejandro. La práctica terminó y todos fuera.

Faltaba que alguien gritara “circulen”, porque era la línea que regía en la facultad, mientras Balbín llamaba a llegar a los comicios aunque fuera “con muletas” y el mundo político-sindical comenzaba a dividirse entre quienes conspiraban y quienes buscaban ver cómo salvarse y salvar a otros del tormento que se venía.

Días después, en la escalinata que hace de entrada a la facultad de Medicina de la UBA, Andrés se encontró con algunos de sus compañeros. Ella, una chica de piel muy blanca y cabello corto renegrido, que solía estudiar con Alejandro, fue la que dio la noticia: “Nos íbamos a juntar para preparar el parcial y no vino, no avisó ni lo pudimos ubicar”, comentó. Todos sintieron el pinchazo allí al costado del esternón, como si la ausencia les hubiera dolido a todos.

Pasaron los años y unos pocos de los que habían compartido aulas, microscopios y bateas llenas de brazos, corazones, pulmones y otros restos humanos al fin se recibieron. Otros quedaron en el camino, como Andrés, quien a esa altura ya conocía la historia de Alejandro. Pero mucho después se enteró de que había sido periodista –trabajaba en la agencia Télam- y que escribía unos versos encantadores. Fue hace un par de años, cuando su madre, Tati Almeida, presentó un libro en el que se recopilaban parte de sus poemas. Un “piolín” simbólico se había cortado, pero Andrés tuvo la sensación de que la vida no había terminado.