domingo, 3 de junio de 2012

La puerta


Sigo con las cosas que escribo en el taller de Gisella:

Puede que sea un modismo, pero ante toda frase que afirme algo de manera contundente y que comienza con un “la verdad” o “en realidad”, deduzco que se trata de mentiras, piadosas o directas. Suenan a una verdad a medias, porque si fueran reales no habría necesidad de reafirmarlas.

Tal vez sea que la verdad y la mentira son parte de una misma cosa y nuestro espíritu nunca sabe cuál de las dos caras de la moneda está lanzando al aire ni cuál será la que en definitiva quede boca arriba.

Todo comenzó durante una tarde de las calurosas que nos suele regalar la ciudad de Tucumán. Estaba cansado, transpirado y el calor húmedo de la ciudad parecía ser una sola columna que se apoyaba en mi cabeza. El congreso había sido interesante pero yo añoraba mi Buenos Aires querido.

Caminé unas diez cuadras cargado con un bolso lleno de ponencias de otros colegas, esas que uno nunca sabe si va a usar pero que por las dudas carga en el equipaje. Mis bolsillos estaban plenos de tarjetas, papelitos con nombres, teléfonos y e-mails que no sabía a quién pertenecían ni para qué servirían.

Los hombros se me doblaban pero yo no alcanzaba a entender si era por cansancio o simplemente la acción de la humedad que había convertido a mis huesos en esponjas. Caminando bajo las gotas de agua del ambiente, no de la lluvia porque había un sol que caía a pleno, llegué al refugio, léase mi hotel, que no es mío sino de una corporación que me cobraba por el derecho a pernoctar en su edificio.

El pasillo estaba fresco y el alfombrado no alcanzaba a producir el efecto habitual de calor sobre calor. Yo estaba a punto de entrar en mi habitación para disfrutar del aire acondicionado y de repente apareció ella. Nos miramos y nos flechamos. La invité a tomar un café y me dijo que sí inmediatamente, con la sola condición de que fuera en mi habitación. Sabía lo que quería. Yo, que soy lerdo pero no tanto, deslicé por la ranura de la puerta esa tarjeta plástica que es tan impersonal y que fugazmente había sido la compañera más preciada. Le insinué que pasara, mientras no me acomodaba el pelo ni el saco, porque soy calvo y llevar un saco con semejante calor hubiera sido un despropósito.

Ella era morena, del tipo morisco español. Llevaba un pañuelo multicolor en el cuello y un maletín que la denunciaba como asistente al congreso. A pesar de su postura mucho más elegante que la mía, también tenía los hombros esponjosos, parecía que se iba a caer y que se iba a levantar alternativamente. Siempre sin perder su andar felino. Y cómo me gustan los felinos.

A la mañana siguiente salimos de la habitación, ella fue rumbo a la suya y yo a hacer el check out. En el aeropuerto nos vimos de lejos, nos saludamos dentro del avión e intercambiamos unos números que jamás usaríamos. Cuando el taxi me dejó en casa, seguramente dispuesto a irse de joda con la plata que me había sacado, tuve que buscar un rato en mi bolso hasta que la llave estable, la que abre la puerta de mi casa desde hace años, apareció perdida en un rincón. Como si nada hubiera pasado, entré dudando entre inventar algo o callar. Ella, mi mujer, me estaba esperando sentada en el sofá.

Cruzada de piernas pero con cara de rutina me preguntó cómo me había ido en el congreso. “La verdad, fue un plomo”, le dije.

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