viernes, 12 de octubre de 2012

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Me pasó, pero nadie lo va a creer. Salí de una de mis habituales sesiones con la psicóloga que me atiende desde hace 14 años y tuve la impresión de que no era un día cualquiera. Había logrado sacar a la luz varios de mis conflictos históricos, luchas internas que desde niño me han generado los más variados traumas.

Con habilidades que no había demostrado en las sesiones anteriores, la psicóloga logró que me transportara a la infancia para revivir mis dramas, compartirlos con ella y hacerlos conscientes. Cuando terminaron los implacables 50 minutos me fui con la sensación de que me había sacado un peso de encima aunque, al mismo tiempo, todo el pasado estaba sobre mis hombros. Contradictorio pero real.

Mientras el ascensor se desplazaba lentamente a lo largo de 14 pisos, algo me decía que mi vida cambiaría de una vez por todas. Estaba acelerado, mi corazón latía con gran rapidez y atemorizado ante la posibilidad de un problema cardíaco decidí pasar por una farmacia para tomarme la presión. No soy hipocondríaco, pero tampoco irresponsable.

Entré a la sucursal de una cadena que ya es casi monopólica, pero que tiene todo automatizado, para comodidad de los que disfrutamos del anonimato. Me tocó el número 014 e iban por el 96, así que la espera sería larga, pero tardó más de lo que había calculado. Luego de 1 hora 40 minutos decidí retirarme, no sin antes quejarme por la falta de respeto. Me ignoraron.

Luego de la frustrada operación tensiómetro, ya en la calle, comencé a sentir algo extraño. El pasado había vuelto pero no tenía decidido irse, estaba allí como un cuerpo extraño que transmitía ideas y temores a mi cerebro. Algo se había alojado en mi cuerpo y me hacía dudar de la eficiencia de la psicología. ¿Habíamos despertado al monstruo? Si yo había olvidado todo lo referente a aquel hecho que me había golpeado la vida, ¿para qué quería despertarlo ahora?

Tarde, ya lo había hecho. Un deja vu permanente, una idea que llegaba como los timbrazos de algún bromista, como un spam mental que no me dejaba hacer mis cosas, que me provocaba más temores de los que tenía antes de aquella sesión memorable.

Caminé hasta la estación Boulogne y allí tomé el 140 para regresar a mi casa. Lo bueno de subir en la terminal es que uno puede viajar sentado, aunque en mi caso el placer dura poco porque no resisto ver a una mujer, un niño o un anciano parados. Nunca duro mucho en el asiento. Sin embargo esta vez el tiempo me alcanzó como para sentir que estaba viviendo algo que ya me había ocurrido antes. Hasta el señor que charlaba discretamente con una mujer que parecía ser su esposa, aunque nunca me mostraron la libreta correspondiente. Inmediatamente me di cuenta de que no era un deja vu, porque desde que me atiendo con esta psicóloga hago el mismo viaje una vez por semana a la misma hora.

Llegué a mi casa, eran las 14, pero yo no tenía apetito. Apenas toleré unos mates, siempre con yerba orgánica y bombilla curva. Suficiente como para dar unas vueltas por el departamento hasta que mi gata y yo encontramos ubicación frente al televisor. El control remoto pareció alcanzar cierta autonomía y me encontré mirando un programa en el canal 140, que jamás había visto o que, al menos, nunca me había interesado. No llego a entender por qué ahora lo miraba con atención.

Nunca imaginé que en un programa tan insípido e incoloro como el de un señor que entrevista a otro señor que es gerente de una empresa que pone avisos en el mismo programa, podía provocarme algo más que sueño. Sin embargo allí estaba yo delante de la TV escuchando atentamente. Hablaban de lo poco que se sabe de muebles en la Argentina y de lo fantástico que resulta comprar los que fabrica la empresa del señor entrevistado.

Fue allí cuando comencé a hacer asociación libre. Los muebles me llevaron a la madera, que me hizo pensar en otros objetos hechos del mismo material. Cepillos, palos de escoba, masajeadores de espalda, puertas y, ahí llegó la revelación: ataúdes. Si la memoria no me fallaba, hacía un tiempo largo que había fallecido y sin embargo no dejaba de ir semana tras semana a la psicóloga. Todo era tan rutinario que ninguno de los dos se había dado cuenta. Tomé conciencia de mi extraña situación y pensé en aclarar las cosas con ella. Al fin y al cabo fue en la última sesión que comencé a adivinar el por qué de las cosas raras que me venían ocurriendo. Tuve que pensarlo mucho, más de 14 veces, pero finalmente decidí no decir nada. No me animaba a contarle a la psicóloga el resto de la historia. Lo dejé para que ella misma hiciera el descubrimiento.

1 comentario:

María de los Ángeles del Hoyo dijo...

Es excelente! el fascinante mundo del inconsciente. Te felicito