Cada vez que sus musas se ausentaban un rato, se asomaba a
la ventana y fijaba la vista en aquella costa extraña que sólo se vestía de
rutina para los vecinos que conocían sus secretos.
El paisaje mezclaba agua con piedras, renacimiento con
construcciones moras, grandes salones y pequeñas historias que se entretejían
de calle en calle, de puente en puente.
Sus costumbres anticuadas lo distinguían de sus pares, pero
más que su sensibilidad extrema, se destacaba por un detalle que para muchos no
era otra cosa que una simulación ideada para atraer a las muchas mujeres que lo
adoraron.
Como buen sacerdote, le gustaba el vino, pero nunca negó los
rumores sobre otras adicciones. Jamás probó el opio ni la heroína, que eran tan
comunes en sus tiempos, pero no bastaba el talento, había que construir el
mito.
Aquella tarde se asomó como tantas otras veces por entre las
cortinas blancas y el paisaje no le dijo nada. O todo. Sus deseos y su pasión
lo inspiraron, una visión fugaz del futuro le marcó los movimientos que sus
manos habrían de seguir. Con la obra terminada, se sintió eufórico.
Volvió a mirar hacia la calle y no le importó que las hojas
de los árboles siguieran cayendo ante la húmeda brisa. El sol del ocaso, rojo
como su cabellera, aún iluminaba el otoño que Antonio Vivaldi había convertido
en eterna primavera.
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