jueves, 18 de septiembre de 2014

Gracias totales

No fueron muchas las oportunidades que tuvo en su vida para hacer lo que quería. Cada vez que sentía que estaba encaminado hacia aquello que sostenía su más íntimo y certero deseo, algo inesperado ocurría y tenía que volver a empezar. Se sentía como Prometeo, pero no era hombre de esperar que alguien lo perdonara y lo salvara del tormento de repetir siempre la misma historia.

Aquella noche volvía a su casa después de una larga jornada tendiendo fibra óptica a lo largo de la avenida principal. Allí arriba, en la punta de la escalera, podía escuchar a los tarderos, como solían llamar en el pueblo a los chicos que iban a la escuela después del mediodía y por la mañana, en lugar de hacer sus deberes, jugaban a la pelota en la calle.

Cuando se fueron desperdigando al llamado de padres, madres, tutores o encargados, la quietud impuso su propio juego y sólo se escuchaba cada tanto el ruido de algún auto. Si estaba destartalado, era del pueblo, sino, era algún visitante de paso.

No tomó el colectivo porque, al fin y al cabo, 20 cuadras se hacen en pocos minutos y daba tiempo para pensar. En los lugares alejados y pacíficos es muy difícil que haya algo novedoso, ni siquiera allí donde un turista o un ave de paso pueden encontrar un mundo de detalles. Caminar es como entrar en un túnel en el cual todo son imágenes y sonidos rutinarios, que no interrumpen el pensamiento.

Cuando le faltaban cinco cuadras para llegar, otra vez tuvo la sensación de que estaba sobrando en la vida, que no sabía lo que quería aunque sí sabía lo que buscaba.

Apenas cerró la puerta miró el living con ojos de quien conoce el paisaje y espera todos los días encontrar algún detalle que le demuestre que allí la vida también continúa. No se trataba de cambiar una silla de lugar, de poner el mantel cruzado o dar vuelta al reloj para que quedara mirando contra la pared. Quería algo nuevo y la falta de cambio estaba adentro suyo.

Había sido carpintero, albañil, visitador médico, enfermero y hasta gerente de un supermercado. Nada le resultaba imposible, salvo entender qué quería en la vida. Y hubiera cambiado lo uno por lo otro con muchísimo gusto.

Dejó sus cosas y fue a la cocina, un refugio tan antiguo como toda la casa, un lugar cálido con olor, color y sonidos a cocina, a creación diaria y deseos que se podían convertir en placidez uterina.

Trataba infructuosamente de descifrar qué le decía su intuición, pero a pesar del fracaso, un remanente de ansiedad mezclada con esperanza lo impulsaban a un nuevo análisis de la situación.

En eso estaba cuando sonó el timbre. Porque aunque jamás recibía visitas, tenía un timbre que se accionaba desde la puerta. Se secó las manos como pudo y salió a recibir al sorpresivo visitante. En la entrada estaba el personaje más conocido del barrio, el Azteca, al que llamaban así porque le gustaba el Tequila. Otros lo llamaban “el cartero”, pero no eran muy originales que digamos.

Tomó la carta, que llevaba una sutil capa de tierra, algo que ocurría con las superficies de todos los objetos que había en la calle. No era falta de limpieza, era ausencia de asfalto. 

Casi la abre en la puerta pero no quiso parecer ansioso delante del cartero. Pasó por el living pero enfiló para la cocina. El papel estaba prolijamente doblado en cuatro partes y se notaba que venía con un encabezado impreso. No se sorprendió, aunque tuvo miedo hasta el momento de leer la última letra. Había sido aceptado en turno noche del conservatorio.


Dejó el papel sobre la mesa, caminó hacia su dormitorio y, allí estaba ella, la guitarra del sobrino de su prima. La conservaba como un tesoro y sospechaba que esta vez sí alcanzaría el objetivo. Sensible, el pibe había entendido lo que pasaba y simplemente se la había regalado. Al lado de la acústica, en un pequeño porta retratos de madera, la foto con el mensaje del “feliz cumpleaños” hacía de compañía como en un pequeño altar.

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