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lunes, 7 de septiembre de 2015

Amores pasajeros



Siempre evito sentarme en los transportes públicos. Es probable que mi actitud sea producto de la resignación o una manía que adquirí luego de viajar toda una vida sobre mis pies. De todos modos, el 110 iba lleno.

La chica tenía no más de 17 o 18 años, bonita, de pómulos pronunciados,  con su cabello castaño oscuro recogido hacia arriba, jeans grises, zapatillas rojas sin medias y una remera que decía “Imagine”, pero sin la cara de Lennon. Detrás de los lentes, sus ojos color nuez denotaban cierta desconcentración. La música en sus auriculares blancos ayudaba.


A su derecha, él estaba entretenido como si la vida se jugara en el veloz desplazamiento de sus pulgares, cuyas huellas quedaban marcadas en el vidrio del Motorola. Sus anteojos y la figura delgada le daban un toque nerd, aunque ya debía calzar sus 18 o 19 años, de manera que no tenía mucho tiempo para llegar a ser un Bill Gates.


Como el resto de los pasajeros, estábamos muy pegados el uno al otro, pero más incómodos porque habíamos caído justo delante del asiento individual que cabalga sobre la rueda. Allí hay menos espacio para los pies y por eso el chico tenía que ponerse un poco de costado con la cara, o con la carcasa azul del celular, apuntando hacia ella.
Más a la derecha yo luchaba por sostener mi mochila, resistir los embates de una señora para la cual todo el espacio era poco y mandar un mensaje por whatsapp.


Apenas el colectivo dobló por Las Heras, el señor que estaba en el asiento sobre la rueda hizo un movimiento con su cabeza. Todo indicaba que se preparaba para salir y lejos de producirse una de las habituales movilizaciones de la murga “los desesperados por sentarse”, no hubo desplazamientos.

Hubo, sí, un intercambio de miradas entre los chicos. Mientras el señor se levantaba y pasaba a mi lado, el nerd giró su cabeza un poco más hacia la izquierda y la miró fijamente. Se desplazó con suavidad hacia mi lado, casi como para empujarme y ella interpretó el gesto como una invitación. Por un momento me pareció percibir que se ruborizaba, pero puede que fuera el reflejo del cabello rojo del muchacho.


Ella se adelantó sutilmente, como aceptando el convite. El se movió un poco más hacia su derecha y yo ya me preguntaba si estaba googleando “caballerosidad”. Mientras tanto, yo me preparaba para registrar lo que parecía ser el comienzo de una historia de amor.

De repente, el chico movió su cadera en un giro que lo hizo quedar frente a mí y a espaldas de la chica. Fue sólo un instante y rápidamente se sentó. Ella no pareció desairada, o al menos no lo demostró. Tres o cuatro paradas después, sobre el parque Las Heras, ella también encontró un lugar y allí se quedó, mirando a lo lejos por la ventanilla.


Puede que haya sido mi imaginación demasiado acelerada o quizá el chico, por timidez, se arrepintió a último momento y decidió sentarse. O, lo peor, ni siquiera la registró. Me bajé apenas el colectivo llegó a la iglesia que está frente a la Biblioteca Nacional. Ellos dos ya no estaban. Si es que alguna vez estuvieron.  


Ejercicio para el taller de Gisela Galimi. 2/9-15






domingo, 4 de septiembre de 2011

La mujer y el club de mis amores



“Cuando una mujer se queda sin novio cambia de peinado, cuando un hombre se queda sin novia empieza a hacer arreglos en la casa”, dijo el tipo mientras compraba medio litro de barniz para oscurecer la mesa redonda que es lo único claro que hay en todo el living, además de las paredes. “Y arregla el auto”, acotó la hija, sabiendo que en pocos días el coche entraría en el taller.

El hombre sonrió y siguió eligiendo. “Mejor tono mate, como siempre. El tonalizador oscuro le daría la pátina más cercana a caoba que al roble. Pinceles de calidad, para que no se peguen los pelos que de todos modos se van a pegar. Mientras, un batallón de albañiles, pintores, plomeros, gasistas y las propias manos se preparan para dar vuelta la casa.

A las 14 llama ella, que no es “ella”, sino una amiga de las que uno siempre sabe que van a responder. “Estoy arreglando cosas y después voy a almorzar. ¿Te paso a buscar?”, dijo. No siempre ocurre, porque cuando el tipo se queda sin mujer, además de pegotearse los dedos –si es que no usa prudentemente unos guantes- se queda sin compañía para un sábado más, al mediodía.

La lógica del solitario es paradójica. Cuando está en pareja, un sábado al mediodía es ideal para almorzar solo, tal vez ver un partido, hojear el diario o un libro, que tendrá que ir agarrándose con ganchos so pena de desarmarlo o tener que volver a la misma página unas cuatro veces por bocado. Cuando está sin pareja, se preocupa si no tiene con quién almorzar, se molesta si está solo, le hincha mucho ver televisión, no tiene ganas de andar corriendo páginas de un libro y lo peor, lo peor de todo, es que no sabe por qué está molesto. Si le encantaba estar solo.

Por eso muchas veces la soledad tiende a ser, en el caso del hombre, una forma de vivir intensamente, que se disfruta por contraste, porque ella no está, o porque ella se fue, o porque no hay ella. Suele ser un capricho masculino que se cubre como la mesa redonda, con un tonalizador que lo hace parecer una soledad deseada. Pero, como diría Jaime Ross, dan ganas de que nos dejen el cepillo de dientes en el baño, la bombachita colgando de la canilla y que nos muestren el brazo con piel de gallina por una noche que con maridos anteriores ni habían imaginado. O si.

La cuestión es que hoy el tipo no puede tener tantas pretensiones. Puede comer acompañado y para eso nada mejor que ir a almorzar con una amiga, si es amiga en serio y si tiene una oreja más grande que sus problemas. Hay que reconocer en la intimidad del blog que no es lo mismo almorzar con una amiga que con un amigo. Primero porque él tiene bigotes y ella senos. Segundo y no por ello menos importante, ella hablará desde su lugar de mujer, pensando como mujer, mientras él dirá las frases de siempre, “¿quién entiende a las minas?”, “están todas locas”, y otras apelaciones a la filosofía popular del género.

Uno se siente mejor cuando le dicen “sacátela de la cabeza”, o “mirá, a las minas nos gusta que nos digan tal o cual cosa”, o “tenés que ocupar tu tiempo en tus cosas, en tus logros”.  Parecería razonable, si no fuera porque uno dicta clases, hace tres proyectos de investigación simultáneos, hace una tesis doctoral, dirige un postgrado y todo lo hace con la misma eficiencia de siempre o más, con la diferencia que mientras hace las cosas tiene un nudo en el estómago y se pregunta quién fue el que creó la idea absurda de vincular los sentimientos con el corazón. Evidentemente se confundió de órgano, porque a mí se me retuerce el estómago, se retuerce, no me duele, me ataca algo parecido a la subida rápida de los ascensores modernos.

Varios pisos abajo trato de imaginarme si realmente estoy tan enamorado como creo. Me puede, me seduce, me gana. Varios pisos arriba me pregunto cómo hice para bancar críticas, dudas, exigencias y, sobre todo, esas cosas que se dicen pero no se dicen, las muy insoportables verdades a medias. "Algo está pasando, pero no se de qué se trata. Me angustia", suele decir y uno se imagina en el mejor de los casos que es el día 28 y en el peor de los casos a un adonis compitiendo.

En el medio, mis promesas ciertas de mostrar un afecto que se ha liberado y que ya no tendrá trabas, un divorcio que surge porque estaba planeado y no porque lo plantea una novia; un tipo que a las artes marciales que practica hace tantos años agrega el canto, el teclado y tantas actividades expresivas que siempre estuvieron ahí pero permanecían en secreto, en el secreto masculino que en algún momento se valora más que la expresión libre de lo que se siente.


Doce de la noche, llamado telefónico. Otra amiga. Las minas saben más de esta costumbre de poner la oreja y son fieles. Al menos ahí son regulares, estables. Y en lugar de mirar para arriba y silbar, se conmueven y se ponen más tiernas cuando les contás que la noche anterior lloraste como si fuera la última vez. Mi mejor amigo me llamó ayer y me escuchó media hora, pero el tipo estaba en medio del laburo y uno temía hablar mientras le interrumpía una nota o el picado de un cable.

La chica me escucha y entra en la misma contradicción que yo. Sin decirle nada, entra en el choque de dudas con preguntas, de respuestas con supuestos. "Vos tenés que pensar en otra cosa, porque tenés que vivir, tenés que curarte”. El duelo, siempre el duelo. Y uno se pregunta cómo se hace un duelo, porque busca en los manuales y el capítulo no figura. Surgen más dudas.

Yo no me hago muchas preguntas, sólo me cuestiono si realmente la quiero, si no estoy enduelado de puro capricho o porque me tocó perder. Pero mañana juega Vélez y tal vez por un rato el ánimo vuelve a los aires. No hay nada en esta vida mejor que un triunfo del club de mis amores. Ahí sí, 54 años de fidelidad inconmovible a mi querido Fortín. Puede irse al carajo, pero vuelve y lo amo, aunque no estén Moralito ni Ricky ni el pelado Silva.