sábado, 18 de agosto de 2012

Abel y Caín


"El azar" era el tema del taller de Gisela y por azar armé una pequeña historia que podría ser real. Tal vez lo sea.

Bajó un piso desde su oficina hasta la puerta de entrada. Había algo que le zumbaba en los oídos y quería despejar sus dudas. Neurótico y precavido, había visto cientos de veces aquel balcón que daba al despacho del director. Algo no le cerraba y quería cerciorarse.

Se paró frente a la fachada del edificio que cobijaba a la empresa en la que venía trabajando desde hacía cinco años. Usaba anteojos por una presbicia para nada casual. Es que pasados los 45 la vista comienza a responder menos, si el objeto se enfoca de cerca.

Sin embargo la presbicia no obstaculiza la visión de lejos y el balcón del primer piso de la casona estaba a unos tres metros de distancia. No había ninguna irregularidad a la vista, pero una señal imperceptible le advertía que algo estaba mal.

El calor del verano y el aire acondicionado habían conspirado para que tuviera un típico resfrío estival, pero, pañuelo en mano, nada se interpuso entre su intuición y su responsabilidad. Subió por la misma escalera por la cual llegaba habitualmente a su oficina. Tomó fuerzas porque sabía que su propuesta no sería bien recibida.

Golpeó suavemente con los nudillos la puerta de la oficina del director. Era casi una formalidad, porque había mucha confianza entre ellos. Entró y comenzó a explicarse: “No entiendo mucho del asunto, pero a mí el balcón no me gusta, tiene algo raro. ¿Pedimos una inspección voluntaria?”, dijo con su tono más amable.

El director, hombre de mucho bigote y poca paciencia le dijo sutilmente: “¿Estás chiflado?” Sin lugar a dudas, no compartía sus inquietudes o no tenía ganas de ocuparse de cuestiones que no eran tangibles. El balcón era materia pura, pero los temores de su empleado y amigo eran inmateriales.

A las 18 terminaron de trabajar y uno a uno los empleados fueron saliendo por la misma escalera de siempre. Los últimos en irse fueron el director y su amigo. Uno fue a la cochera que estaba en la esquina, donde intercambió unas palabras con el empleado del lugar y se subió al auto. El otro, mirando siempre de reojo al balcón se fue caminando hacia el subte.

La mañana siguiente fue casi como todas, salvo por el saludo afectuoso de su familia: era su cumpleaños. De todos modos, tenía que trabajar y la rutina se hizo presente. El director se despertó, se duchó, desayunó, recibió besos y regalos y se fue rumbo a la oficina.

En el auto sintonizó la radio de siempre y condujo por el camino de siempre. En el noticiero informaban sobre las declaraciones de un parlamentario europeo quien trataba de explicar por qué los representantes de la población habían aprobado ciertas leyes que ya estaban generando un fuerte rechazo popular.

También hablaron de la tragedia de Barrio Norte, donde un balcón se había caído, con el saldo de un muerto. Sonó el celular y atendió con el manos libres. Era su cuñada, la esposa de su hermano. Abel había sufrido un accidente. Respiró aliviado cuando le aclaró que por suerte el cuchillo no estaba demasiado afilado, de manera que todo se arregló con un par de puntos.

“Justo hoy, que quería esperarte en la puerta de tu trabajo para saludarte por el cumple, no pudo ir”, comentó apenada. “¿No quieren venir a cenar mañana en casa?, atinó a responder Caín mientras entraba al garaje de siempre, para dejar el auto y caminar la media cuadra que lo separaba de su empresa. A su alrededor se escuchaban las sirenas de ambulancias, policía y bomberos.

No hay comentarios: