sábado, 1 de septiembre de 2012

Como en el cine

En el taller literario la consigna fue encontrarnos con nosotros mismos y escribir lo que saliera. Yo, como suele suceder, no me encontré. Pero algo logré:
 

Cuando entró en la casa pensó en todos los días que había pasado de niño. Recordó cada momento, como aquella vez en la que se despertó y estaba todo inundado. El gato había dejado su alfombra y se había acostado en una silla. Instinto de supervivencia.

Con su manía de registrar todo, sacó la cámara y no dejó de filmar y sacar fotos durante una hora. Después comenzó a desarmar como si transcurriera el final de una película y la vieja casa fuera un estudio de cine.

A esa altura los muebles ya habían volado a cualquier parte. Guardó lo que quedaba de la vajilla inglesa y las copas de cristal, con tantos años de existencia y apenas un par de usos. Pasó sus dedos por uno de los platos azules siguiendo las líneas de los grabados en relieve, tal como lo hacía cuando era un chico.

Puso en otra caja papeles, fotos, algunos objetos personales, nada valioso, ningún mercachifle compraría recuerdos. Pero para él eran importantes. Luego guardó algunos recuerdos más. Puso un banco y una mecedora en el auto y pasó a revisar toda la casa. Recorrió su vida en diez minutos.

Cuando traspasó la puerta se quedó parado un rato en la vereda. Sus ojos no querían mirar. Pero fijó la vista en todo: la casa, el vecindario, los árboles que estaban en la puerta y que había plantado junto a su padre. Recordó la perrita enterrada debajo del tilo y el gallinero del hombre de enfrente. Pero no estaban las gallinas, ni su dueño, ni los otros habitantes del barrio.

 

Se dio vuelta, giró su cabeza a un lado y al otro, como para impregnar nuevamente sus ojos con ciertas imágenes que cotejaba a cada segundo con las que estaban grabadas en su mente. Subió al auto, miró por el espejo retrovisor con la idea descabellada de que todo había sido producto de su delirio, de algún golpe en la cabeza o de los ruidos brutales que lo habían aturdido. 


Pero no era él el delirante, la realidad estaba ahí y no era la que habían soñado sus padres cuando era un niño. Antes de apretar el acelerador pensó nuevamente en ellos, trató de contenerse, hasta que no pudo más y derramó un par de lágrimas. Al segundo, de manera inesperada, una sonrisa asomó de entre sus labios. Se alegró de estar vivo, a pesar de los años guerra.

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