domingo, 21 de abril de 2013

El vuelo 238



El teléfono sonó una, dos, tres veces. Corrí y atendí. Del otro lado sonó una voz increíble, misteriosa, seductora y al mismo tiempo conocida. Escuché su mensaje, cerré mis ojos para abrirlos a la imaginación, caminé, casi me caigo, entendí que era mejor tenerlos abiertos, me senté cómodamente en el sofá y entonces sí, a soñar.

No era una voz cualquiera, su dueña era una mujer conocida, una estrella del cine, la televisión, el teatro, la radio y más de un blog. Hermosa ella y bella, digamos, su soporte humano. No era la típica chica sobreactuada de la FM. Tenía el timbre perfecto, cierto eco casi imperceptible que, supongo, vendría de la cámara con la cual la habían grabado. Me encantó cómo pronunciaba las palabras en francés, en inglés y hasta en un idioma que, sin poder identificarlo, al menos intuí que provenía del África.

Estimé que probablemente fuera una excelente cantante, porque aunque siempre dije que tener una voz bonita y sexy no puede ser el pasaporte para las artes, en su caso estaba claro que cualquiera fuese el género y el estilo, difícilmente hiciera algo mal.

Tal vez hayan sido mis propias expectativas, un sentimiento repentino, pero pronto la corporicé susurrándome al oído una melodía de aquellas que uno sólo quiere compartir con la persona amada. De hecho, ya me había hablado de manera íntima cuando el teléfono hizo contacto con mi oreja.

Terminé de trabajar con pocas ganas, porque estaba esperando su llamado. Mi mente me decía  que era un tanto ilógico que me contactara dos veces en el mismo día. Luego de cenar me acosté con el secreto deseo de tenerla en mi cama esa misma noche. Al fin y al cabo, en los sueños todo es posible.

A la mañana el despertador se hizo cargo de mi enojo, porque yo quería seguir durmiendo. A veces la hora señalada para levantarse se convierte en una irrupción injusta y agresiva en nuestros placeres del buen dormir. No sería la primera vez que en el preciso instante en el que estaba por derrotar a los patoteros que habían molestado a una viejita, el sonido del gallo enlatado llega para aclararme que no me da el pinè para héroe.

Pero lo desagradable de mi despertar fue que había esperado infructuosamente que ella le pidiera permiso a Morfeo para posarse en mis brazos, no en los de él. No vino, no se presentó, ni siquiera avisó que me dejaría solo. Estuve toda la mañana esperando que el teléfono sonara. No hubo caso, nadie y menos aún ella se quería comunicar conmigo.

Cuando miré el reloj calculé que había llegado la hora del café con facturas five o’clock. Me acerqué a la mesada de la cocina con la intención de preparar todo, pero algo me interrumpió. La melodía del teléfono me llamaba y yo, obediente, me acerqué para contestar.

Mi corazón comenzó a latir aceleradamente y no se trataba de una arritmia sino de los litros de adrenalina que repentinamente se vertieron en mis vasos sanguíneos. Esperaba que fuera ella, quería que fuera ella, deseaba que fuera ella, rezaba para que fuera ella. Era ella.

Su  voz me envolvió desde el auricular del teléfono y como nunca agradecí a los poderes celestiales por haberme facilitado los ingresos necesarios para pagar la cuenta de Telecom. Ella hacía su rutina, como cualquier artista cuando sube al escenario. Pero para mí no eran palabras, sonaban como notas de una música que no quería dejar de escuchar. Implacable, ella terminó y cortó. Yo me quedé esperando por más.

Los días se sucedieron y las llamadas llegaron casi siempre en un rango horario definido. Entre las 18 y las 19 yo sabía que tenía que estar disponible para escuchar su discurso que, no por repetido, era agradable, seductor, capaz de demoler cualquier reserva que yo pudiera tener.

Pasaron los días, las semanas, los meses. Ya éramos viejos conocidos, pero yo me ocupé de evitar en todo momento que me tomara como su amigo. Yo quería más, quería tenerla y estaba dispuesto a esperar todo el tiempo necesario.
O no. Con los meses comencé a ponerme celoso. Me preguntaba a cuántos más llegaría con sus llamados. Temía que a mí me tocara a las 18 porque antes había estado hablando con otro, o con otros. Los celos son una muestra de amor y al mismo tiempo constituyen un atentado contra la perdurabilidad de los sentimientos.

Pronto pasé de la paciencia al enojo, de la expectativa a esa arrogancia que mostró la zorra cuando no pudo llegar a los racimos de uva. Comencé a retomar actividades que hacía a las 18, a las 20, a las 21. Volví al gimnasio y a las clases de guitarra. Hasta me hice de un rato, viernes por medio, para ir al taller de Gisela.

Hablé con mis amigos. A todos les conté de mi situación, de cómo la mujer amada se había esfumado de mi vida, de cómo me había aburrido con su mensaje siempre armado, siempre impersonal. Yo sabía que ella también me deseaba, pero si no podía hablar de otra cosa que de aquello para lo que la habían contratado, no se podía avanzar.

Con el tiempo las heridas se fueron curando. Mis amigos me dijeron que me notaban más calmado, que hablaba menos de ella y que hasta había aceptado que muy en el futuro podría haber otra mujer. Claro, ellos sabían que yo ocultaba algo, porque uno tiene su dignidad y no es de machos alfa andar llorando por ahí.  

Ocultaba el íntimo deseo de que al menos una vez más me llamara a las 18, a pesar de que la campaña había terminado. Me resultaba imposible sacarla de mi cabeza y me estaba rindiendo otra vez. La pasión estaba por vencerme y no tenía muchas armas para intentar una defensa.

Curiosamente la dependencia, esa adicción que me ligaba a ella, a su belleza, a su inteligencia, a la armonía que brotaba entre nosotros cuando, en sueños, nos juntábamos a charlar en un café, comenzaba a disparar un mecanismo defensivo contradictorio. Estaba enamorado, pero me acercaba peligrosamente a la frontera con el odio.

Te agradezco que hayas aceptado tomar este café. No quería contarte toda esta historia, que vos ya conocías porque la escuchaste semana tras semana entre cervezas y billar, entre tinto y asado. Tengo una noticia y cuando te la cuente te va a caer mal, pero, como buen amigo, a la larga me vas a comprender. Me hace falta un buen escucha, porque frente al dolor que me genera lo que me pasó anoche, me hace falta la crítica de boliche, con esos términos siempre ligados a algún tipo de fiambre, sea picado fino o grueso.

¿Sabés quién me llamó anoche? No hace falta ser demasiado perspicaz como para darse cuenta. Si, era ella. El teléfono sonó una, dos, tres veces. No quise atender. Volvió a sonar, una, dos, tres veces. No atendí. Un par de vodkas y mucho cansancio me hicieron dormir relativamente temprano. Suponía que había sido ella, tal vez con otro mensaje de aquellos que las agencias de publicidad le hacían recitar. No estaba dispuesto a pasar nuevamente por eso.

Eran las dos de la mañana cuando no pude más y levanté el teléfono. “Usted tiene un mensaje”, decía otra mujer, la locutora de Telecom. Con cierto temor ante lo desconocido, marqué asterisco, 1, 2, 3, numeral. Luego introduje la clave para acceder. “Marque uno si quiere escuchar sus mensajes”, me dijo la chica de siempre.

Pulsé el 1 con mi dedo anular derecho, porque uno tiene sus manías. A continuación, el mensaje, con la voz cristalina y seductora comenzó a rodar. “Hola. Quiero decirte que a mí me pasó lo mismo que a vos. También te soñé, me puse celosa y estuve ansiosa cada tarde a las 18 porque sabía que ibas a escuchar mi voz, aunque estuviera grabada. Tuve que tomar mucha fuerza antes de llamarte y fue un golpe muy duro que no me hayas atendido. ¿No estabas o no quisiste charlar conmigo? Quisiera que fuese lo primero, pero temo a lo segundo. ¿Sabés?, a una mina como yo, que está en los medios y en el espectáculo, no le resulta fácil llegar a un tipo como vos. Los hombres sencillos no tienen ganas de atravesar un escenario, no les gusta llevarte flores a un espectáculo, verte en la tele con otros. Los otros, en cambio, se nos acercan sin problemas, pero son peligrosos, poco confiables. En fin, esperaba que hoy fuera nuestra noche, pero veo que ya no será posible. En un par de horas sale mi avión, me voy a Sudáfrica como intérprete en una misión de Médicos Sin Fronteras. Sólo tu voz hubiera podido detenerme, pero no fue. Tal vez en el futuro nos crucemos, dentro de algunos años, cuando termine la misión. Chau, un beso. Te voy a extrañar. Ella y su voz.”

Me volví loco, no pude dormir, mis ojos eran dos platos, no había forma de cerrarlos ni con aguja e hilo. Comprendí que me había perdido la gran oportunidad y que estas cosas no ocurren dos veces.

Tenía razón. Esta mañana entré a Internet como para distraerme. Ahora me pesaban los párpados y tuve la sensación de que tenía 104 años. Se me vencía la garantía. Avisé al trabajo que estaba enfermo y que no podría ir. Entré a la página de un diario cualquiera y miré las últimas noticias, aunque sin ganas. Un titular me llamó la atención: “Todo sobre la tragedia del vuelo 238. Los testimonios son desgarradores.”  










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