domingo, 4 de agosto de 2013

El parque de azucenas



La ciudad, pequeña y con un aire marino que recordaba al primer intento de fundación, cuando los españoles la crearon como lugar para sus astilleros, tenía también todo lo que caracterizaba a un centro comercial de la época, con sus tiendas de ramos generales, sus amplios galpones y la feria que orillaba el puerto. Allí se mezclaban los aromas de las barcas de pescadores recién llegadas con los ruidos del pobrerío que trabajaba entre los esqueletos de los buques.

Para José la cita era importante, pero algo en su interior le quitaba fuerzas. Enfermo y cansado había llegado con una misión que le atraía y al mismo tiempo le causaba angustia. Era un tipo severo y riguroso, pero no por ello menos querido. Lo respetaban porque sabían que era honesto y hombre de palabra. En su largo periplo había demostrado su valor para llevar adelante la empresa, a pesar de que en más de una ocasión creyó que las fuerzas no le alcanzarían.

Algunas veces tuvo sus amoríos, pero era tan discreto y serio que sólo sus amantes ocasionales y algún subordinado que lo cubría se llegaron a enterar. En casa había quedado su prometida, una niña de sociedad, mucho menor, que todos los domingos se vestía especialmente para ir a misa con sus padres y rezar por el regreso de su hombre. Sabían poco uno del otro, aunque se mandaban cartas que cada tanto llegaban a destino. Él le juraba amor eterno y le prometía un futuro de paz, en una casa de las afueras, con sus hijos correteando por un parque poblado de azucenas. Nunca nadie entendió por qué tenían que ser azucenas, pero ambos lo habían soñado y ciertas cosas no se discuten cuando dos enamorados se hacen promesas.


Le había mandado su última carta avisándole que todavía tendría un gran trabajo por delante, que se reuniría con su futuro socio y seguramente la fusión de ambas empresas lo llevaría por nuevos caminos, más arriesgados pero aún más trascendentales. La extrañaría, pero la amaría más. Le advirtió que aún faltaba mucho para que se volvieran a reunir, pero que su nueva misión terminaría en algún momento y regresaría para compartir parque y azucenas.

Habían sido socios toda la vida o así parecía. En realidad compartían una visión y una misión y habían desarrollado sus empresas con un entusiasmo que pocas veces surge en la vida, pero que todos saben reconocer. Son los que están tocados por la varita mágica de la creatividad y la pasión. Eran diferentes pero muy parecidos. Uno con su rostro duro, de rasgos marcados; el otro con un aspecto más delgado y más sereno; los dos con enormes patillas y narices poco agraciadas, aunque muy masculinas.


Uno era creativo pero organizado. El otro era sanguíneo y espontáneo. Uno soñaba con su prometida, el otro prometía con lo que soñaba. Los dos tenían mucho que hacer juntos. Por momentos parecía que no podrían evitar ciertos roces, pero en el mundo de las grandes empresas se decía que juntos se complementarían magníficamente. La reunión estaba planificada para la tarde y nada había sido dejado al azar. Ambos jefes tenían que verse para acordar todo aquello que luego los abogados, los escribanos y los subordinados tendrían que certificar y organizar. Eran dos empresas que cubrían un territorio muy amplio y heterogéneo y ambos sabían que la competencia no se quedaría quieta. 



El almuerzo fue frugal y no hubo más que algún licor suave, porque tenían que resolver algo muy importante y los nervios tenían que responder con fidelidad. Se levantó de su silla de madera labrada y le hizo una seña a su hombre de confianza. Comenzaron a caminar hacia la puerta pero, antes de que el empleado la abriera para darles paso, sonó un pequeño golpe. Alguien llamaba. Era la correspondencia que acababa de llegar. Cuando supo que entre los sobres había uno rosa con un ligero perfume que identificaba a su prometida, no quiso dar un paso más y le pidió al empleado que se lo entregara. Lo abrió con cuidado, tratando de que no se perdiera fragmento alguno. Tardó muy pocos minutos en leer, sus cejas se arquearon y como si no pudiera creer lo que había visto, volvió a mirar letra por letra.

Nunca nadie supo por qué cambió de opinión. Jamás se entendió por qué desperdició la oportunidad que había esperado por años y por la que había arriesgado todo. Esa tarde saludó a sus oficiales, entró al lugar del encuentro, se abrazó con el general Bolívar y preparó sus cosas para regresar
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