jueves, 11 de junio de 2015

Letargo



Tiene pocas luces, apenas un par de lámparas incandescentes de 40 watts. Para colmo juntaron bastante tierra y algunas gotas de pintura que contribuyen a la oscuridad del ambiente.

Su lugar de trabajo está ordenado o, al menos, todo lo que le hace falta está a su alcance: una taza para café no muy bien lavada, dos lapiceras, una de tinta negra y otra azul, bastante mordidas pero que sirven para escribir. También hay un cuaderno en el que anota todo lo que tiene para hacer y otro en el que registra lo que hecho. El primero se le termina más rápido: cada tanto compra tres para los planes y uno para los resultados.

Las cosas no se caen porque las sostiene un escritorio de madera recubierto con melanina de color marrón oscuro, prudentemente elegido para evitar que la tierra se note demasiado. Contra lo que puede suponerse, cada tanto pasa una franela húmeda como para evitar que se forme una capa de esas que luego es casi imposible eliminar sin terminar con un ataque de alergia.


El escritorio tiene cuatro cajones frontales que difícilmente se anime a abrir, porque sabe que luego no los podrá volver a cerrar. Es que decenas de papeles de distintos tamaños, gramaje y color permanecen allí apretados como en una celda de castigo y cuando perciben que están autorizados a salir, ya no hay forma de ubicarlos nuevamente en su lugar.

No es que no haya tratado, todo lo contrario, hubo épocas en las que ingenuamente abría un cajón para ver si encontraba cosas como aquella factura que diez años después de emitida, el tintorero le volvía a reclamar. La última vez lo deslizó suavemente hacia atrás y comenzaron a salir todo tipo de papeles con sus pupilas muy abiertas, desacostumbrados a la luz, aunque fuera de unos pocos watts. Cuando intentó volver a cerrarlo sintió que las leyes de la física habían sido corrompidas por la lógica de la acumulación: con la misma densidad y peso, ocupaban un volumen mayor.

Aunque no es un tipo medroso, aquella vez se asustó y no quiso repetir el procedimiento con los otros cajones. El tintorero tendría que esperar otros diez años o pasar la deuda al rojo. Por suerte no hacía falta visitarlo porque su vestimenta consistía en dos mudas de ropa interior y exterior que iba lavando alternativamente. Los bóxer con cuadraditos que tenían la cara de Mickey son un baluarte que le evitan el roce molesto con sus jeans, un poco agujereados, un tanto desteñidos, bastante antiguos y totalmente arrugados. Lavar, sí, planchar, jamás. Lo saben muy bien sus escasos pero fieles clientes, quienes gracias a la alternancia regular en el lavado pueden adelantar cuál será la camisa que tendría puesta, si la de rayas verdes verticales o la de cuadros azules y rojos.

Por suerte para él, puede trabajar y mantenerse a salvo de la intemperie gracias a que el escritorio y las lámparas están en un cuarto al que denomina “oficina”. Nunca se tomó el trabajo de pintar las paredes. El techo tampoco. Si alguien le pregunta, dice que están “bolseadas”, o sea hechas bolsa.

Lo bueno es que el color blanco de las dos manos de cal aplicadas amorosamente por el dueño anterior viraron hace mucho hacia un azul azabache, con lo cual se disimulan bastante las manchas de todo tipo de líquidos y alimentos que alguna vez pasaron por su escritorio.

Tiene techo y de ahí cuelga la araña, de ocho patas, como todas las de su especie. Es lo único eficiente del lugar y no duda cuando tiene que hacerse cargo de otros insectos, como moscas, mosquitos y hasta alguna hormiga despistada que cae en sus redes.

Las lámparas están en otro tipo de arácnido. No tiene ocho patas sino dos tubos de bronce que la asemejan a una vieja honda. Más de una vez se vio tentado de arrancarla para salir a cazar pajaritos por el barrio, pero tiene miedo de electrocutarse.

Afortunadamente tiene una puerta, lo cual le permite entrar y salir no sólo a él sino también a sus clientes y algún familiar que pasa para averiguar si todavía vive. Es de una chapa pintada de verde, o enmohecida debido a una gotera que lleva allí unos quince años. No cierra bien, algo que le molesta poco. De vez en cuando se promete pedir prestada una lima para arreglarla. Pero el mundo sabe que jamás cumple, sobre todo quienes podrían prestarle la herramienta.

Nadie tiene idea de qué hace, ni siquiera sus clientes, quienes concurren una vez al mes para charlar un rato y le dejan unos billetes a modo de contribución para su sustento. Es que en el fondo lo quieren, lo respetan, lo cargan un poco. El  no se preocupa, sólo le interesa que le alcance el dinero para ir a comer dos veces por día al pequeño restaurante del barrio, el único lugar en el que todavía reciben australes.






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