sábado, 21 de julio de 2012

Fui


El ejercicio era hacer un autoretrato. Me salió así. 

Toda mi vida fui tímido y zafado, inseguro y confiado, terco y flexible, conservador y audaz, parco y charlatán, avaro y generoso, temeroso y jugado, farsante y cabal, ignorante y culto, bruto y sabio, superficial y profundo, indolente y diligente, errante y sedentario, cobarde y valiente, odioso y simpático, anticuado y moderno, atolondrado y reflexivo, descortés y comedido, cruel y benévolo, aburrido y creativo, tosco y pulido, atrasado y avanzado, perezoso y trabajador, oportunista y altruista, ingrato y agradecido, intemperante y moderado, cáustico y elogioso, soberbio y humilde, agnóstico y creyente, débil y fuerte, inocente y perspicaz, pero, ante todo, mortal.  

domingo, 8 de julio de 2012

Forros

Aquella familia no se diferenciaba demasiado de todas las demás. Era viernes a la noche y habían comprado un par de pizzas y cerveza en Mario, en la calle Rivadavia, que quedaba a siete cuadras pero era la más cercana. Ella colocó la caja con el manjar recubierto de mozzarella y aceitunas mientras el traía los cuatro platos y los cubiertos.

Todo se atrasó un poco porque los pibes tenían hormigas allí donde más molestan y cada tanto se levantaban de la mesa para hacer una vertical, para pelearse, para jugar como si la hora de la cena no hubiera llegado. Y éso que les encantaba la pizza. El más chico, de seis años, había heredado el cabello rubio de la madre y los ojos azules del padre. El más grande, de diez, también era rubio pero sus ojos eran grandes y renegridos, como los de la madre.

Afuera la noche estaba despejada y fría, como son fríos los días en el Conurbano bonaerense, siempre cinco grados menos que en la Capital. En los andenes de la estación de Haedo había unos pocos que esperaban el rápido de Castelar y otros que trabajaban en alguna fábrica y se disponían a viajar hacia Moreno. Cuando llegó el tren que venía de Once, se bajó él, tal como había hecho toda la semana a las 11. Venía de la facultad y caminaba las 9 cuadras que lo separaban de su casa.


Tomó por Marcos Sastre hasta Rivadavia y dobló a la derecha para avanzar luego hacia la izquierda, por la calle de la Iglesia. Pasó frente a la puerta de la escuela Padre Osimato y luego viró a la izuierda una media cuadra, hasta llegar a la esquina. Giró hacia la derecha y en Las Bases hacia la izquierda, para caminar luego unas cuadras hasta su hogar.

En eso estaba cuando un ruido extraño lo asustó, como lo asustaban los patrulleros que recorrían la noche o los soldados que aparecían cada tanto en alguna esquina. Era una combinación de un sonido conocido, el de un helicóptero y otros desconocidos. Podían ser cañonazos, misiles, ametralladoras o todo al mismo tiempo. Todo era posible allá por el 77.

Lo primero que hizo fue calcular dónde podía ser. Era muy cerca de su casa. Siguió avanzando por la calle hasta que llegó al hogar dulce hogar, que afortunadamente para él estaba a un par de cuadras del hecho. Sus padres no se fueron a dormir hasta que llegó y los saludó. Temió que si iba a ver qué pasaba podría terminar herido por alguna bala perdida.

A la mañana siguiente se despertó muy temprano. Salió de su casa y chocó con el frío. Caminó hasta El Ceibo y dobló media cuadra hacia la derecha. Vio a muchos vecinos, algunos de los cuales conocía de vista. Pero ninguno era amigo, porque es sabido que los barrios siempre están segmentados en no más de un par de manzanas. Se metió entre el grupo nutrido por las señoras, los señores y los pibes de la cuadra.

Miró el frente de la casa y parecía El Líbano en plena guerra civil. Una de las ventanas había sido arrancada y dejaba ver el comedor, donde había una pizza cortada y cuatro platos, cada uno con una porción. Los vecinos entraban apurados y salían con aire triunfal. Se llevaban pequeñeces, porque a la noche los invasores habían hecho el saqueo habitual y casi se llevan la pizza para comer fría con el café con leche de la mañana.

Iban saliendo portando una mesa de luz, un frasco con fideos, una silla, un par de jarrones -uno de los cuales tenía jazmines- y hasta el collar de un perro que seguramente ya formaría parte de la familia de algún invasor.

Lo más impresionante fue cuando una señora salió con una campera que tenía varias manchas de sangre. "Yo tengo un líquido para limpiarla, es muy bonita", dijo. Luego salió un chico con un pequeño fajo de billetes que había encontrado bajo el colchón. Se le había escapado a los saqueadores nocturnos. El se quedó paralizado, miraba a los que entraban y salían y escuchaba los comentarios del grupo que quedaba afuera. De repente se formuló una pregunta: "¿Por qué no encontraron forros?". La respuesta estaba en la vereda.

viernes, 6 de julio de 2012

Coincidencia


Tenía los ojos abiertos, sobre todo el derecho, como si hubiera estado mirando a través de una cerradura. Era el esfuerzo para llegar a notas tan altas y precisas como una cantante de ópera. Pero sin la fama. Cuando la encontraron cantando en un boliche de mala muerte se sintieron embriagados, aunque no habían tomado nada.

Como suele ocurrir cuando alguien pone la mirada o el oído allí donde nadie suele escuchar, pensaron en convertirla en una estrella. Se acercaron cuando terminó de actuar y mientras un par de borrachos le gritaban palabras de vino en tetrabrik, le hicieron la propuesta.

Ella los miró con asombro. Después de haber desistido de estudiar en la Universidad, se había peleado con los viejos y cayó en una pensión desde la cual partía todos los días al conservatorio. Duró poco, porque los padres dejaron de pasarle dinero y tenía que salir a cantar para ganar algunos pesos.

Menuda, de cabello oscuro y unos ojos verdes que habían trocado al rojo de los que duermen poco, su voz, sus formas más o menos delicadas y sus modos sensuales la hacían atractiva. Ya contaba sus primeros 30 años pero parecía más grande porque el esfuerzo y la frustración desgastan el cuerpo y la vida.

La invitaron a una prueba en un estudio discográfico. Dudó, temió. Muchas veces le habían hecho ofertas parecidas y todo había terminado mal, con alguna propuesta poco honesta o directamente el robo de su voz para algún negocio poco claro.

Sin embargo, ellos parecían confiables, se notaba que no eran “de esos”. Aceptó casi a desgano, convencida de que la única manera de no frustrarse es no tener sueños de los cuales despertar para entrar en la pesadilla diaria. Hicieron la cita en un estudio de la zona de Caballito. Habló con su mejor amiga, una vecina de pensión que pasaba de la inocente marihuana a la no tan prístina cocaína y pagaba con su cuerpo como moneda contante y sonante.

“Dale, andá, vos no te merecés esta vida, te cambiaría mis curvas por esa voz deliciosa que tenés. Te envidio y te quiero porque sos de los nuestros, te jugaste siempre". Su amiga, de cabello lacio mal teñido, con ropas de lujo baratos y llamativos tenía cierto aire a Jennifer López pero sin su dinero y su fama. Agradecida, no podía olvidar las veces que ella la había salvado escondiéndole algunos gramos. Ocurría cada vez que un par de tipos de uniforme tocaban el timbre de la pensión "por una denuncia", con la inocultable intención de gozar gratuitamente.  

Se puso encima sus mejores pilchas, que eran a todas luces de mala calidad. Tampoco se produjo demasiado porque no quería seducir con otra cosa que su voz, que era bastante como carta de presentación. Se bajó del colectivo casi temblando, tenía miedo. Pasó por la puerta del estudio, dudó y decidió dar una vuelta manzana para seguir pensando.

Cuando ya había recorrido una cuadra y media se puso a mirar vidrieras para tratar de tranquilizarse. Por la plazoleta de la estación Primera Junta del subte el gentío parecía multiplicarse. No sólo por quienes venían o iban a tomar la línea A sino por las mucamas que venían a ofrecer sus capacidades de ama de casa y las señoras elegantes que estaban seleccionando personal.

Justo frente a la estación encontró una galería que parecía la entrada al tren fantasma. Tenía dudas, si seguir haciendo tiempo o caminar hasta el estudio. Ganó el temor y entró por el pasillo, lúgubre, con poca luz y la pintura descascarada.

Comenzó a caminar con paso lento y miraba los comercios sin prestar atención. Uno arreglaba computadoras, otro tenía un kiosco, otro vendía billetes de lotería y Quini 6. Imaginó que la galería era algo así como una obra de Berni en la que ella era un Juanito Laguna hecho mujer.

Repentinamente le llamó la atención un sonido que venía de uno de los negocios, tal vez el más imperceptible, porque no tenía arreglos especiales, evidentemente el dueño no sabía de decoración y no había contratado a nadie. Sin embargo, a ella le generó un sentimiento placentero, no entendía qué le estaba ocurriendo, pero fuera lo que fuera, se sintió atraída.

Un pelirrojo lleno de pecas y con unos anteojos de nerd atendía el negocio de venta y canje de CD, pero en el momento en el que ella pasaba estaba sonando un vinilo de Gal Costa. La atrajo la cadencia de la música y la voz. Se acercó como si fuera a comprar algo, aunque sólo le interesaba escuchar la música para serenarse y tomar fuerzas antes de ir al estudio.

Sus miradas se cruzaron. Detrás de sus anteojos pensó que era linda. Ella lo vió y sintió un placer cálido que por un momento le hizo olvidar la incertidumbre de la prueba. Se quedaron en silencio y observándose fijamente como si el hilo del tiempo se hubiera cortado. El primero en hablar fue el pecoso, que le preguntó si necesitaba algo. “No, escuchaba la música, me encanta Gal”, respondió. Se ruborizó un poco, lo saludó y salió de la galería con la idea de que nunca llegaría a ser una cantante como la brasileña, pero si no probaba, jamás lo sabría.

Caminó lo que le faltaba para llegar al estudio. Dudó si tocar el timbre o no, si arriesgarse o volver a la pensión con su amiga de siempre o apostar a su carrera. El índice se movió sólo y apretó el botón. Una vez adentro, se sorprendió. El clima era cálido y el ligero aroma a madera la hizo pensar en un boliche New Age en el que había cantado alguna vez. Los sahumerios habían corrido por cuenta del socio músico.

La recibieron cordialmente, uno con cara de fashion y el otro desprolijo, como todo músico bohemio que se precie. El fashion era el dueño del estudio y el músico era su socio y consejero. La hicieron sentarse en un taburete tan alto que no podía tocar el piso con los pies. Detrás de la vitrina había una consola que recordaba a la nave de Viaje a las Estrellas. Se le antojó que el operador se parecía al doctor Spock. Estaba también Adrián el baterista, que no necesitaba estimularse para hacer sonar los parches y metales como si fuera un loco. Loco pero talentoso. Y también había un guitarrista, porque le dijeron que ella se concentrara en cantar, que usara sus manos para expresarse, nada más.

Cuando entró en los primeros acordes todos cambiaron la mirada. Dulce, simpática, carismática, sus fraseos sonaban en los oídos de todos y ninguno pudo moverse siquiera hasta que terminó de cantar. Hubo un pequeño silencio en el que el tiempo parecía haberse congelado. Ellos habían quedado embelesados y ella esperaba temblando que le dijeran lo que fuera, pero rápido. El fashion prestó su oído izquierdo a su socio el músico quien le murmuró algunas palabras. Luego rompió el silencio y dijo que estaba contratada. La suma que le ofreció era tentadora e incluía vestuario nuevo y un lugar en un hotel de mediana categoría.


Volvió a tomar el colectivo para ir a la pensión. Entró en su habitación. Alguien tocó a la puerta, era su vecina. Charlaron unos minutos sobre su experiencia mágica en el estudio y la chica le contó lo que había pasado mientras no estaba. En la calle un tipo la había piropeado –si cabe el término, no tan antiguo como el amor- y ella se había sentido por primera vez impactada. Casi dice “tocada” como si hubieran estado jugando a la batalla naval, pero se frenó. Hacía unos diez años que se sentía tocada por los hombres y era literal.


Fue amor a primera vista. Ella le sonrió, él comenzó a hablar y no paró hasta que se sentaron a tomar un café. Se confesaron mutuamente y él se aceleró. Le prometió la luna y mientras pensaba cómo conseguirla le pidió el número telefónico, que en realidad era el de la pensión, el único contacto con el exterior que tenían.

Justamente por su pobreza y su ocupación poco prestigiosa dudó bastante si aceptar o no la cita, temía que su situación fuera la condena a quedarse sola. Lo pensó mucho y no sólo porque estaba indecisa. Mujer jóven pero experimentada, quiso saber si el tipo de los anteojos estaba dispuesto a insistir durante algunos meses para verla nuevamente.

Era la primera vez que pensaba en un hombre sin calcular cuánta plata tenía sino cuánto afecto podía darle. Al menos desde que había fallecido su madre, viuda y con un trabajo de doméstica en una casa de clase media, que no le dejó ni una toalla a modo de herencia. Finalmente no pudo resistir más y aceptó. Ahora se aprestaba a encontrarse nuevamente con el tipo que tanto la había conmovido.

Se pegó una ducha en el baño que compartían tres de los inquilinos y aguantó el frío cuando se terminó el agua caliente. Se metió en el vestido de algodón y se sintió rara con su ropa sencilla, sin los colores fuertes, los escotes pronunciados y las caderas ajustadas que solía usar cuando recibía a alguien en su habitación.

En el café se miraron por segunda vez y mientras una música suave sevía de fondo para ponerlos en clima sintieron que la eternidad que había pasado desde el primer café, se había convertido en nada. Ella se sintió como volando en una alfombra mágica. Emocionado, él giró la cabeza detrás de sus anteojos y miró por la ventana. Había comenzado a oscurecer y ya no había señoras eligiendo servicio doméstico. Volvió a mirarla mientras jugaba con uno de los rulos colorados que sobresalían por debajo de su gorra. Por los pequeños baffles distribuidos por las distintas paredes del local apareció una voz. No era Gal Costa, pero los dos la reconocieron.

viernes, 8 de junio de 2012

La rubia, el frío, la protesta y la cacerola de cobre


Era el día del periodista y valía la pena charlar al aire sobre políticas de comunicación, trabajo, precarización y otros temas apasionantes. Después de una hora debatiendo en El Tren, el programa de Radio Cooperativa, fuimos caminando con Gerardo Yomal y su productor hacia el subte B. Hacía mucho frío y la noche acentuaba la sensación de que los dedos habían llegado al punto de congelamiento.

Cruzamos la 9 de Julio por la superficie, porque el túnel ya estaba cerrado. Allí los vimos, justo cuando entrábamos al subte. Era un grupo pequeño de caceroleros, tal vez una patrulla perdida que avanzaba para reunirse con los pocos cientos de amigos -de ellos- que protestaban en Plaza de Mayo.

Pero, más allá de que uno tiene ganas, la cuestión política pasó a ser menor frente a las caceroleras –eran mayoría de mujeres- una de las cuales me impresionó especialmente. Una rubiecita de las que uno puede encontrar en cualquier boliche de Recoleta o a la salida de la Universidad de San Andrés, la Austral o la Católica. Muy bonita, ojos verdes que su gorrito elegante no alcanzaba a tapar. La nariz delicada era también lo poco que se podía ver, porque estaba muy abrigada. La ropa, sospeché,  no provenía de ningún local del Once. Ni siquiera de un outlet.

Sin embargo, debajo del traje de cebolla se adivinaba una belleza que sólo podría decepcionarnos si fuera anoréxica. Si, era linda. Pero más linda era la elegante cacerola de cobre repujado que agitaba, con toda la pinta de haber sido comprada en una casa de antigüedades de San Telmo, que está al Sur pero se puede visitar sin quemarse.

Comencé a imaginarme si, como haría yo, la tenía en su casa entre los objetos que decoran el living o si la usa para cocinar de vez en cuando algún plato de aquellos que uno consume esporádicamente con algún cupón o porque alguien lo invita.

Entré al subte pensando en la rubia, en su living, en su cocina, en las cosas que habrían pasado por su cabeza cuando eligió la cacerola de cobre para salir a protestar. Una cosa me quedó clara, no sólo usan teflón.

domingo, 3 de junio de 2012

La puerta


Sigo con las cosas que escribo en el taller de Gisella:

Puede que sea un modismo, pero ante toda frase que afirme algo de manera contundente y que comienza con un “la verdad” o “en realidad”, deduzco que se trata de mentiras, piadosas o directas. Suenan a una verdad a medias, porque si fueran reales no habría necesidad de reafirmarlas.

Tal vez sea que la verdad y la mentira son parte de una misma cosa y nuestro espíritu nunca sabe cuál de las dos caras de la moneda está lanzando al aire ni cuál será la que en definitiva quede boca arriba.

Todo comenzó durante una tarde de las calurosas que nos suele regalar la ciudad de Tucumán. Estaba cansado, transpirado y el calor húmedo de la ciudad parecía ser una sola columna que se apoyaba en mi cabeza. El congreso había sido interesante pero yo añoraba mi Buenos Aires querido.

Caminé unas diez cuadras cargado con un bolso lleno de ponencias de otros colegas, esas que uno nunca sabe si va a usar pero que por las dudas carga en el equipaje. Mis bolsillos estaban plenos de tarjetas, papelitos con nombres, teléfonos y e-mails que no sabía a quién pertenecían ni para qué servirían.

Los hombros se me doblaban pero yo no alcanzaba a entender si era por cansancio o simplemente la acción de la humedad que había convertido a mis huesos en esponjas. Caminando bajo las gotas de agua del ambiente, no de la lluvia porque había un sol que caía a pleno, llegué al refugio, léase mi hotel, que no es mío sino de una corporación que me cobraba por el derecho a pernoctar en su edificio.

El pasillo estaba fresco y el alfombrado no alcanzaba a producir el efecto habitual de calor sobre calor. Yo estaba a punto de entrar en mi habitación para disfrutar del aire acondicionado y de repente apareció ella. Nos miramos y nos flechamos. La invité a tomar un café y me dijo que sí inmediatamente, con la sola condición de que fuera en mi habitación. Sabía lo que quería. Yo, que soy lerdo pero no tanto, deslicé por la ranura de la puerta esa tarjeta plástica que es tan impersonal y que fugazmente había sido la compañera más preciada. Le insinué que pasara, mientras no me acomodaba el pelo ni el saco, porque soy calvo y llevar un saco con semejante calor hubiera sido un despropósito.

Ella era morena, del tipo morisco español. Llevaba un pañuelo multicolor en el cuello y un maletín que la denunciaba como asistente al congreso. A pesar de su postura mucho más elegante que la mía, también tenía los hombros esponjosos, parecía que se iba a caer y que se iba a levantar alternativamente. Siempre sin perder su andar felino. Y cómo me gustan los felinos.

A la mañana siguiente salimos de la habitación, ella fue rumbo a la suya y yo a hacer el check out. En el aeropuerto nos vimos de lejos, nos saludamos dentro del avión e intercambiamos unos números que jamás usaríamos. Cuando el taxi me dejó en casa, seguramente dispuesto a irse de joda con la plata que me había sacado, tuve que buscar un rato en mi bolso hasta que la llave estable, la que abre la puerta de mi casa desde hace años, apareció perdida en un rincón. Como si nada hubiera pasado, entré dudando entre inventar algo o callar. Ella, mi mujer, me estaba esperando sentada en el sofá.

Cruzada de piernas pero con cara de rutina me preguntó cómo me había ido en el congreso. “La verdad, fue un plomo”, le dije.

sábado, 26 de mayo de 2012

Triste y solitario, pero lo bancamos


Sigo con algunas cosas que escribo para el taller literario de Gisella. 

Alguna vez sirvió para poner allí el calendario, pero con el tiempo comprendí que a la hora de ordenar citas, el de la computadora conectado indirectamente con mi Blackberry era más eficiente. Terminó el 2011 y quedó ahí, como un testimonio de algo que ya pasó. Contra la pared, apenas doblado en el medio hacia arriba, no hace demasiados méritos para demostrar que aún puede ser de utilidad. Pero ya me encariñé y además está en un escritorio que uso para trabajar, estudiar o pavear en Facebook, no hago allí otra cosa.

Cada tanto me pregunto si se siente solo, si el hecho de haber perdido utilidad concreta lo deprime o, por el contrario, lo alivia. ¿Tendrá los aportes hechos? ¿Podrá jubilarse?

La pared parece solidarizarse ofreciéndose plena para que se quede allí. A mí me provoca cierto pudor sacarlo y tirarlo. Todos somos de alguna manera sus amigos, aunque sin dudas extraña aquel calendario que estaba colgado ahí, con sus marcas, sus “X”, las anotaciones, las citas y las obligaciones de dudoso cumplimiento.

Cada tanto le digo que ya vendrá un calendario, que si no fue en 2012, tal vez llegue el de 2013, pero es una mentira piadosa. En realidad no pienso volver a los viejos tiempos, al menos en éso. Trato de mentirle bien.

Fue parte de la inauguración de mi escritorio nuevo, fue sostén de cada uno de mis días y no puedo abandonarlo a su suerte ahora que no lo necesito. Estoy seguro de que ya le encontraré alguna utilidad. Mientras tanto, está allí, gracias a la amistad que supo forjar con la pared, que no se ha quejado por su presencia. Uno mira y sabe que algo falta. Pero sigue allí, en parte por mi indolencia y cierto afecto bien ganado. Pero también porque no tengo ganas de sacarlo. Al fin y al cabo, es sólo un clavo.

sábado, 12 de mayo de 2012

Para Lisa


Las mujeres y el dolor, casi parientes y como no soy machista, supongo que algo parecido les debe ocurrir a ellas con nosotros. En el taller literario tuve que hacer un dibujo sobre el dolor. Me salió un garabato que, oh sorpresa, se parecía demasiado a Lisa Simpson. Pero Lisa me cae bien, es la Mafalda que los yankees pueden tener, aunque Gröening no sea Quino.

Me preguntaba por qué Lisa y entonces traté de colocarle algunas señales de tristeza, como para que la niña sonriente pudiera pasar por un modelo de dolor, pero no tuve éxito. Me salió una Lisa cejijunta, con ojeras y una boca con las comisuras hacia abajo que no convencía ni a los chicos del jardín maternal de la otra cuadra.

Luego nos pidieron que escribiéramos, algo que tampoco hago bien, pero al menos no me provoca vergüenza. “Sorprende…” fue lo primero que puse. El dolor literario empezaba a aparecer y lo traje a Vida Debida.

“Sorprende, porque a veces fluye, otras se queda quieto y en más de un caso soy yo el que se inmoviliza sin saber qué hacer. Se expresa de muchas maneras, pero siempre llega de forma inesperada, cuando mi mente está en otro lado.

Entonces aparece y me hace acordar a ciertos ascensores que son demasiado rápidos, algo que se nota en un movimiento vertical de todo el contenido del cuerpo, con la consabida sensación de que nos estamos olvidando el esqueleto abajo.

Pero también se hacen su lugarcito ciertas ideas que pugnan por ocupar un lugar que el dolor quiere reservarse. El pulso se acelera, aunque el corazón no quiera latir más rápido. El dolor lucha, se defiende, ataca; el alma resiste y dispara con dibujos, más agradables que mi Lisa, aún la niña inocente que había dibujado antes de que alcanzara la deformidad.

El dolor se multiplica y se hace Dolores, aquella muchacha que conocí en España, en la calle España, cuya habilidad para bailar flamenco era tal que me hacía odiar hasta a Juan de Garay. No era buena bailarina, pero era hermosa, con esa belleza que tienen las españolas con algo de morisca en su sangre.

Hasta allí sus ancestros, porque hablaba con un acento porteño que había aprendido de su porteña vida. Dolores me enseñó a vivir, o aprendí a vivir gracias a que sufrí dolores. De ahí mi conclusión, sea Lisa, o sea Dolores, debería tener miedo a las mujeres. Pero son tan lindas…

domingo, 6 de noviembre de 2011

El estruendo

Llegamos diez minutos antes de la cita. Entramos al lugar y nos sentamos frente a una de las mesas más pequeñas, sabiendo que luego la compartiríamos con quienes fueran viniendo. El espectáculo anterior era de un grupo de flamenco y todavía estaban retirándose entre risas y comentarios. “¿qué se van a servir?”, preguntó una moza. Pedimos dos cervezas y partió rumbo a la barra. Cinco minutos después reapareció y nos aclaró que los músicos balcánicos vendrían después, que tenían que afinar sus instrumentos y que deberíamos esperar afuera.

Nos fuimos a tomar un café en un extraño lugar llamado Pericles al lado de una mesa donde un abuelo cuyo aspecto hacía honor al mundo helénico escuchaba con auriculares la música que provenía de una notebook. En el equipo, del otro lado, mientras compartía unos canelones con su evidente abuelo, el chico estaba sumergido en los avatares de Facebook.

A las 23.45 decidimos que ya era hora. Dejamos al abuelo griego y a su nieto y volvimos al lugar, donde había una pequeña cola con gente que tenía aspecto de cualquier cosa menos balcánica, pero sí se percibían sus ganas de escuchar música. Hicimos la fila religiosamente y tras adquirir los tickets finalmente pudimos entrar. Fuimos a otra mesa, no la que habíamos elegido originalmente. Sólo una mujer, que apenas habría pasado los 40 la compartió con nosotros. Hicimos el pedido.

A los cinco minutos llega la moza que nos había atendido la primera vez  y tuvimos que explicarle que no era un deja vu, que habíamos vuelto y ya le habíamos pedido a su compañera de trabajo. Sea como sea, llegaron nuestras cervezas y el fernet de la vecina ocasional.

El lugar se fue llenando de voces y saludos. Había muchos que se conocían y otros que estaban ahí vaya uno a saber por qué. Por un músico amigo, como nosotros, por un pariente, porque sí. Atrás se ubicó Boris. En realidad no conocía su nombre y ni siquiera tenía aspecto de ruso, al menos del ruso eslavo que las series yankees estereotiparon, pero Boris le quedaba bien para la Rusia moderna. Tenía el pelo cortado parcialmente a lo mohicano, algo punk, con una camisa a cuadros que llevaba suelta, unos bigotes que sobresalían a toda su humanidad, pero lo que más llamaba la atención era su mirada, rara, casi extraviada. Lo miré discretamente y pensé: “Este tipo va a traer problemas”.

El primer roce fue cuando se puso a fumar en medio del espectáculo. Los Devoie Sestri , que presentaban su primer CD, tocaban una canción polaca y el hombre quiso matizar con un cigarro. Ella decidió marcarle los límites y Boris apagó el faso a regañadientes. Pareció dócil, pero nunca confío en los que dicen que sí inmediatamente.

Las estepas rusas, los dramas gitanos, la muerte de los soldados en las guerras mundiales desfilaban hechas música y la bailarina, flexible, bella, de un cabello largo y negro se contorsionaba frente a nosotros. La cantante alternaba el micrófono con la percusión y atrás Rodríguez tocaba el bajo, mientras Rodolfo, mi muy colombiano profe de música tocaba el saxo como los dioses haciendo contrapuntos con la acordeona, que una de las dos únicas rusas del conjunto tocaba en su regazo. Con los apellidos perdidos en matrimonios mixtos y en algún barco, el espíritu balcánico estaba y se hacía oír y bailar.


La alegría reinaba a pesar de la tristeza de algunas canciones y los pedidos de temas serbios, polacos, rusos, croatas o rumanos eran respondidos con más música. Los gritos de Boris se escuchaban por encima de los demás. Se estaba poniendo molesto. Hasta que una mujer joven y regordeta se bajó de su silla y se fue a la calle. La siguió su hombre, con cara de pocos amigos. Detrás, Boris salió acariciando el lado derecho de su cintura. Pero el celular estaba exactamente a 180 grados. Dos minutos después, desde la calle llegó un pequeño estruendo. La vecina de mesa miró sorprendida. Corrí ligeramente la cortina pero era imposible ver hacia afuera. Adentro, los metales jugaban con la acordeona y la batería irrumpía en el ambiente. Nadie se enteró de nada, salvo los que estábamos cerca de la puerta.  

martes, 1 de noviembre de 2011

Las paralelas no corren juntas


Cuando las personas toman distancia no dejan  de vivir, su tiempo es marcado por otras circunstancias, que hubieran estado allí para encontrar a dos personas juntas o a cada una por separado. Viven, crecen, evolucionan, se enriquecen o se degradan, pero lo que fue sumar y compartir es un camino que ya no es paralelo sino que se diversifica y aleja a las personas cada vez más, hasta que cada uno es un extraño para el otro.

Me pareció que había alguien conocido, creí reconocer un flequillo, un color de cabello o una expresión. A ella le pasó lo algo parecido, aunque cabello y flequillo no había. Nos reconocimos. Habían pasado apenas tres años desde que dejamos de compartir vida y sentimientos. Lo que me molestaba de ella había quedado congelado, como en esas películas viejas en las que el lente se acerca demasiado al film y lo convierte en plástico derretido. Tampoco ella podía ver las escenas que seguían y se había quedado con lo que había alcanzado a ver, a querer o a rechazar.

Qué viene después, cómo es, es un misterio que escapa al conocimiento y se limita a la imaginación y a unos datos que no son datos. El pasado no sirve para proyectar los minutos que vienen, sólo sirve para saber qué pasó y qué puede pasar si no se construye un futuro sin aquellos errores, aunque pasarán otros.

La miré y la vi como algo que impacta más en la memoria que en los ojos. Su mirada no pudo ocultar la sorpresa y la mía tampoco. Tal vez porque ninguno de los dos se esforzó demasiado en ocultarlos. La sorpresa nos deja a veces al desnudo.

Me tomó unos segundos entender lo que estaba pasando. Buenos Aires es una ciudad muy grande y uno puede desencontrarse por años con quien alguna vez compartió todo o casi todo lo que era parte de su mundo. Ella no reaccionó, sólo un saludo y una pregunta que casi no esperaba respuesta. Una cosa es la frialdad encubierta de los mensajes de correo electrónico y otra es la persona ahí, de carne y hueso, con sus vivencias a cuestas.

Nos miramos y nos preguntamos. Me costó hilar un relato, no porque no lo tuviera claro sino porque a pesar de mi poder de síntesis no podía resumir en unos minutos de cruce callejero las vivencias, las decisiones, las consecuencias y las ganas de tres años.

Le pregunté cosas que no pudo responder, porque para ella eran algo cotidiano y para mi eran el otro lado de un abismo, Por un momento quise saltar pero no sabía qué habría del otro lado ni si valía la pena. Quiso saber si algo había cambiado y mi mirada le dijo que todo era diferente, porque a cada segundo somos diferentes. Pero que no eran los cambios que ella esperaba o que ella deseaba. Me atizaban las ganas de saber también cómo estaba ahora, pero al mismo tiempo no me importaba. No era muy diferente a saber cómo era la vida de la chica que pasaba por la calle de enfrente. Las paralelas no se juntan, pero las leyes de la física y las matemáticas se hacen trizas cuando se juegan los sentimientos humanos. Las paralelas no se juntan, pero se separan.

martes, 25 de octubre de 2011

Variaciones

Tenía ganas de compartir, pero no de escribir. Cosa rara en un blog que pretende jugar con las palabras e intentar un folletín de trazo corto. Pero el clima ayuda más a escuchar música. Aquí va un clásico que anduve cantando últimamente, El Tiempo es Veloz. Pero a no asustarse, aquí lo cantan David Lebon y Pedro Aznar. Hasta la próxima.



El tiempo es veloz , tu vida esencial
el cuerpo en mis manos me ayuda a
estar contigo
quizás nadie entienda
vos me tratas como si fuera algo más
que un ser

Te acuerdas de ayer, era tan normal
la vida era vida y el amor no era paz
que extraño
ahora me siento diferente
pienso que todavía me quedan tantas cosas
para dar

No ves que todo va
todo creciendo hacia arriba
y el sol siempre saldrá
mientras que a alguien le queden
ganas de amar

Perdóname amor por tanto hablar
es que quiero ayudar al mundo a cambiar
que loco
si realmente se pudiera
y todo el mundo se pusiera alguna vez
a realizar

No ves que todo va
todo creciendo hacia arriba
y el sol siempre saldrá
mientras que a alguien le queden
ganas de amar