lunes, 25 de agosto de 2014

Misterio en el barrio El Silencio



La sala de espera estaba repleta y uno a uno repetían la pequeña procesión con una ofrenda que dejaban dentro del cuarto, donde contarían sus penurias,  recibirían una respuesta y, tal vez, una promesa.

Cuando ella salió no tenía esa mueca que inevitablemente nos queda en el rostro después de escuchar algo gracioso, pero tampoco se la vio secarse lágrima alguna. Los más inteligentes elaboraron cientos de hipótesis acerca de lo que había ocurrido allí adentro. Los más sensatos dedujeron que no había reído ni llorado.

La escena se repetía en una suerte de rutina que todos cumplían sin chistar. Entraban, al rato salían y tras llenar una ficha con sus datos la dejaban junto a un adelanto en efectivo sobre la pequeña mesa. Casi sin mirar a los que estaban en la sala se iban a contar la experiencia a sus amigos, familiares y a algunos curiosos que cada tanto pasaban por la puerta.

Después de la ceremonia de los relatos sobre sus expectativas y sus posibilidades reales, volvió a la casa y se sentó en su mejor sofá. Afuera en el barrio del Silencio el otoño no dejaba caer siquiera una hoja. No había viento, los niños jugaban sin hacer ruido y hasta los pájaros cantaban callados.

Aquella tarde de abril el timbre vibró suavemente. Las inspecciones municipales eran muy severas con quienes usaban mecanismos sonoros para llamar la atención. Pasaron diez minutos y varios intentos hasta que ella atendió.

A pesar de las investigaciones de la policía y de un detective que contrató una prima, pocos se animarían a arriesgar un relato sobre lo que ocurrió entre el momento en el que se abrió la puerta para que ellos entraran, y un rato después, cuando se los vio salir.

Cuando se fueron, ella volvió a sentarse en su sofá predilecto. Allí permaneció con una mirada contemplativa, casi sonriente. Una semana después su prima y el detective, genuinamente preocupados, abrieron con la llave de emergencia. Ella estaba sentada en su sofá, imperturbable.

Los médicos forenses dijeron que había sido un paro cardíaco y así se difundió oficialmente la noticia. Nadie sabe si fue algún vecino perspicaz el que dio origen a la leyenda o si uno de los  médicos no se atrevió a consignarlo en su informe, pero lo dejó trascender. Su corazón había fallado luego de notar que ya no estaba el sonido de la gota que le había hecho compañía durante toda su vida.

Quedó el misterio de la ambigua expresión de su rostro al salir de la consulta. No había sonreído ni llorado, tal vez como parte de una puesta en escena de quien había desencadenado un mecanismo de precisión para liberarse del estigma del suicidio.

jueves, 15 de mayo de 2014

El comienzo eterno. Historia apócrifa.



Cada vez que sus musas se ausentaban un rato, se asomaba a la ventana y fijaba la vista en aquella costa extraña que sólo se vestía de rutina para los vecinos que conocían sus secretos.

El paisaje mezclaba agua con piedras, renacimiento con construcciones moras, grandes salones y pequeñas historias que se entretejían de calle en calle, de puente en puente.

Sus costumbres anticuadas lo distinguían de sus pares, pero más que su sensibilidad extrema, se destacaba por un detalle que para muchos no era otra cosa que una simulación ideada para atraer a las muchas mujeres que lo adoraron.

Como buen sacerdote, le gustaba el vino, pero nunca negó los rumores sobre otras adicciones. Jamás probó el opio ni la heroína, que eran tan comunes en sus tiempos, pero no bastaba el talento, había que construir el mito.
 
Aquella tarde se asomó como tantas otras veces por entre las cortinas blancas y el paisaje no le dijo nada. O todo. Sus deseos y su pasión lo inspiraron, una visión fugaz del futuro le marcó los movimientos que sus manos habrían de seguir. Con la obra terminada, se sintió eufórico.

Volvió a mirar hacia la calle y no le importó que las hojas de los árboles siguieran cayendo ante la húmeda brisa. El sol del ocaso, rojo como su cabellera, aún iluminaba el otoño que Antonio Vivaldi había convertido en eterna primavera.

domingo, 30 de marzo de 2014

Observaciones desde el bondi




¿A quiénes jode la lluvia?
A los que caminan y no tienen dónde parar
A los vendedores ambulantes que no pueden deambular
A los viejos y sus huesos gastados
A los pibes que se mojan en su casa, la calle
A los que tienen que trabajar y no quieren salir
A los que están trabajando y quieren volver
A los que no tienen dónde volver
A los que quieren trabajar y la vida los mea
A los que salieron sin preguntar
A los que salieron sin respuestas
A los que toman un café en la calle
A los que les venden el café
A los canillitas que salen a repartir
A los que duermen en la puerta de un negocio
A los que los despiertan
A las mujeres que se ofrecen
A los hombres que se ofrecen
A los que los buscan
A los que salieron con los pibes pero sin paraguas
A los que escriben y la realidad les moja los papeles.

domingo, 4 de agosto de 2013

El parque de azucenas



La ciudad, pequeña y con un aire marino que recordaba al primer intento de fundación, cuando los españoles la crearon como lugar para sus astilleros, tenía también todo lo que caracterizaba a un centro comercial de la época, con sus tiendas de ramos generales, sus amplios galpones y la feria que orillaba el puerto. Allí se mezclaban los aromas de las barcas de pescadores recién llegadas con los ruidos del pobrerío que trabajaba entre los esqueletos de los buques.

Para José la cita era importante, pero algo en su interior le quitaba fuerzas. Enfermo y cansado había llegado con una misión que le atraía y al mismo tiempo le causaba angustia. Era un tipo severo y riguroso, pero no por ello menos querido. Lo respetaban porque sabían que era honesto y hombre de palabra. En su largo periplo había demostrado su valor para llevar adelante la empresa, a pesar de que en más de una ocasión creyó que las fuerzas no le alcanzarían.

Algunas veces tuvo sus amoríos, pero era tan discreto y serio que sólo sus amantes ocasionales y algún subordinado que lo cubría se llegaron a enterar. En casa había quedado su prometida, una niña de sociedad, mucho menor, que todos los domingos se vestía especialmente para ir a misa con sus padres y rezar por el regreso de su hombre. Sabían poco uno del otro, aunque se mandaban cartas que cada tanto llegaban a destino. Él le juraba amor eterno y le prometía un futuro de paz, en una casa de las afueras, con sus hijos correteando por un parque poblado de azucenas. Nunca nadie entendió por qué tenían que ser azucenas, pero ambos lo habían soñado y ciertas cosas no se discuten cuando dos enamorados se hacen promesas.


Le había mandado su última carta avisándole que todavía tendría un gran trabajo por delante, que se reuniría con su futuro socio y seguramente la fusión de ambas empresas lo llevaría por nuevos caminos, más arriesgados pero aún más trascendentales. La extrañaría, pero la amaría más. Le advirtió que aún faltaba mucho para que se volvieran a reunir, pero que su nueva misión terminaría en algún momento y regresaría para compartir parque y azucenas.

Habían sido socios toda la vida o así parecía. En realidad compartían una visión y una misión y habían desarrollado sus empresas con un entusiasmo que pocas veces surge en la vida, pero que todos saben reconocer. Son los que están tocados por la varita mágica de la creatividad y la pasión. Eran diferentes pero muy parecidos. Uno con su rostro duro, de rasgos marcados; el otro con un aspecto más delgado y más sereno; los dos con enormes patillas y narices poco agraciadas, aunque muy masculinas.


Uno era creativo pero organizado. El otro era sanguíneo y espontáneo. Uno soñaba con su prometida, el otro prometía con lo que soñaba. Los dos tenían mucho que hacer juntos. Por momentos parecía que no podrían evitar ciertos roces, pero en el mundo de las grandes empresas se decía que juntos se complementarían magníficamente. La reunión estaba planificada para la tarde y nada había sido dejado al azar. Ambos jefes tenían que verse para acordar todo aquello que luego los abogados, los escribanos y los subordinados tendrían que certificar y organizar. Eran dos empresas que cubrían un territorio muy amplio y heterogéneo y ambos sabían que la competencia no se quedaría quieta. 



El almuerzo fue frugal y no hubo más que algún licor suave, porque tenían que resolver algo muy importante y los nervios tenían que responder con fidelidad. Se levantó de su silla de madera labrada y le hizo una seña a su hombre de confianza. Comenzaron a caminar hacia la puerta pero, antes de que el empleado la abriera para darles paso, sonó un pequeño golpe. Alguien llamaba. Era la correspondencia que acababa de llegar. Cuando supo que entre los sobres había uno rosa con un ligero perfume que identificaba a su prometida, no quiso dar un paso más y le pidió al empleado que se lo entregara. Lo abrió con cuidado, tratando de que no se perdiera fragmento alguno. Tardó muy pocos minutos en leer, sus cejas se arquearon y como si no pudiera creer lo que había visto, volvió a mirar letra por letra.

Nunca nadie supo por qué cambió de opinión. Jamás se entendió por qué desperdició la oportunidad que había esperado por años y por la que había arriesgado todo. Esa tarde saludó a sus oficiales, entró al lugar del encuentro, se abrazó con el general Bolívar y preparó sus cosas para regresar
.

lunes, 3 de junio de 2013

Copas



Me gusta. Me gusta desde que aprendí a apreciar los secretos que la vida esconde allí donde menos lo esperamos. Ansioso, mis sentidos se despiertan cuando un ruido suave, hueco, con reminiscencias a juego infantil se presenta repentinamente ante mis sentidos. Ella está ahí y yo me rindo para percibirla, para disfrutarla.

Tiene todo lo que uno espera, su color es diáfano, cristalino, con un perfume que me embriaga. Miel, chocolate, café, un toque de pimienta que sube por el paladar y se queda allá arriba.

Ella dice que yo le recuerdo al roble americano, con un equilibrio mayor y taninos astringentes, que la madera está, pero no satura. Aunque no la mire, igualmente la percibo, con su aroma que a veces me recuerda a la cáscara de naranja y en otras ocasiones brota como flores de jazmín, de rosas y hasta de eucalipto. Otras veces llega a mi mente con un aroma a ruda, a almendra, a flores blancas y a manzana verde que me recuerda el origen de su familia, allá en el centro de la península itálica. 

A veces me describe como complejo, robusto y tánico, con notas de arándanos y moras. En ocasiones quiere provocarme y grita que se me nota el toque de roble francés, que aporta notas de café, tabaco y chocolate. Me gratifica, aunque poco y nada tengo que ver con Francia. 

Ella es blanca, con un cuerpo singular que necesita mucho sol para madurar bien. Para hacerme enojar me compara con el Tannath, de estructura poderosa y con un delicado sabor a mora, un tipo que envejece elegantemente. Y yo me siento halagado.

Casi por hábito intercambiamos miradas, aromas, sonidos, colores y sabores. Pero de a poco nos hemos dado cuenta de que nada es eterno. Tal vez nuestras papilas se estén saturando de una vez por todas. Sospecho que ella se dejó seducir por un preparado con quinina, raíces de genciana, hierbas aromáticas y colorantes. Mucho no puedo hacer, por ahora me refugiaré en un destilado de trigo y centeno, con bayas de enebro. Que se quede con su amargo, yo me dedicaré a la ginebra.