domingo, 30 de septiembre de 2012

Un sujeto llamado Objeto



En el taller de Gisela la consigna fue "¿A qué lugar van a parar las cosas perdidas?"  Mi trabajo, como siempre, se suma a los cuentos y descuentos de Vida Debida.

El día que la profesora de canto me dijo que era conveniente hacer las anotaciones con un lápiz volví a mi casa y en el camino compré uno de esos tiralíneas mecánicos. Durante un par de meses se transformó en mi compañero de escalas y ensayos, hasta que un día se le terminaron las minas y, como ocurre a todo el que pasa por tal situación, se quedó vacío.

De allí en más tuve que pedir prestado el lápiz porque cada vez que me acordaba de comprar las minas de repuesto, algo que siempre hay que tener, ya era de noche o los negocios estaban cerrados.

Pero como las desgracias no son eternas, finalmente una tarde me acordé y pasé por la librería del barrio para comprar una cajita de minas HB. Contento volví a mi casa con la certeza de que el repuesto me duraría mucho. No me equivocaba, porque el lápiz mecánico no apareció. Lo busqué, di vuelta la casa dos veces, revisé hasta donde era imposible que estuviera, pero no apareció. En cambio, encontré otra cajita de minas.

Seguí buscando varios días hasta que me resigné. Con una reserva abundante de minas y ningún lápiz, decidí comprar uno nuevo. Volví a mi casa contento por haber cumplido exitosamente con la misión. Lo probé como si fuera un auto nuevo, borré algunas líneas que no eran garabatos sino formas de perfiles aerodinámicos o piezas mecánicas, esas cosas que solemos dibujar los técnicos. Estaba feliz.

Apenas una hora después tenía que ir a una entrevista y busqué la tarjeta para el subte. Entre mis documentos apareció, oh sorpresa, el lápiz sin minas, mirándome como si nada hubiera pasado. Intenté preguntarle qué había ocurrido, cómo había ido a parar allí, pero no me respondió.

Era un lápiz relativamente nuevo, de manera que lo tomé como una broma infantil, casi de adolescente. Pero me quedé pensando qué caminos había recorrido, dónde había estado, si había pensado en volver o si estaba allí nuevamente por pura casualidad.

Lo más importante, tal vez, era saber cómo se había escapado y hacia dónde había ido. Dicen que cuando se pierden, los objetos aparentemente inanimados se trasladan aprovechando fuerzas magnéticas que los hombres y sus instrumentos de medición jamás han logrado detectar.

Algunos teóricos postularon que se trata de duendes que provienen de la Patagonia, verdaderas organizaciones que viven en El Bolsón pero se trasladan en segundos hacia las diferentes ciudades del país. Su tarea es robar objetos que luego de un tiempo, cuando el dueño se resigna o lo reemplaza, devolverán para marcar su poder, como si fueran felinos orinando su territorio.

Sin embargo esta teoría se desmiente sola. ¿De dónde saldrían tantos duendes como para ocuparse de miles y miles de objetos que se pierden a diario? Evidentemente hay que buscar otra explicación, más racional.

Entre ellas, la que sostiene que los objetos tienen capacidades que nos ocultan a propósito, para usarlas cuando quieren pasear o cuando se enamoran y quieren estar a solas en algún lugar acogedor. Un estudioso de la Universidad de Tres de Febrero es uno de los principales defensores del postulado y afirma que los objetos tienen romances fugaces, de manera que hay que esperar que vuelvan y no hacerles preguntas indiscretas. Salvo que el amor troque en matrimonio, ante lo cual respetuosamente hay que dejarlos hacer su vida.

No es cuestión de desmentir a todos los que estudian los fenómenos de pérdida de objetos, pero suena extraño que un lápiz se vaya una semana a algún lugar perdido en los tiempos para estar con alguna pareja. Se hubiera quedado en casa y yo lo hubiese llenado de minas. El se lo perdió.

sábado, 1 de septiembre de 2012

Como en el cine

En el taller literario la consigna fue encontrarnos con nosotros mismos y escribir lo que saliera. Yo, como suele suceder, no me encontré. Pero algo logré:
 

Cuando entró en la casa pensó en todos los días que había pasado de niño. Recordó cada momento, como aquella vez en la que se despertó y estaba todo inundado. El gato había dejado su alfombra y se había acostado en una silla. Instinto de supervivencia.

Con su manía de registrar todo, sacó la cámara y no dejó de filmar y sacar fotos durante una hora. Después comenzó a desarmar como si transcurriera el final de una película y la vieja casa fuera un estudio de cine.

A esa altura los muebles ya habían volado a cualquier parte. Guardó lo que quedaba de la vajilla inglesa y las copas de cristal, con tantos años de existencia y apenas un par de usos. Pasó sus dedos por uno de los platos azules siguiendo las líneas de los grabados en relieve, tal como lo hacía cuando era un chico.

Puso en otra caja papeles, fotos, algunos objetos personales, nada valioso, ningún mercachifle compraría recuerdos. Pero para él eran importantes. Luego guardó algunos recuerdos más. Puso un banco y una mecedora en el auto y pasó a revisar toda la casa. Recorrió su vida en diez minutos.

Cuando traspasó la puerta se quedó parado un rato en la vereda. Sus ojos no querían mirar. Pero fijó la vista en todo: la casa, el vecindario, los árboles que estaban en la puerta y que había plantado junto a su padre. Recordó la perrita enterrada debajo del tilo y el gallinero del hombre de enfrente. Pero no estaban las gallinas, ni su dueño, ni los otros habitantes del barrio.

 

Se dio vuelta, giró su cabeza a un lado y al otro, como para impregnar nuevamente sus ojos con ciertas imágenes que cotejaba a cada segundo con las que estaban grabadas en su mente. Subió al auto, miró por el espejo retrovisor con la idea descabellada de que todo había sido producto de su delirio, de algún golpe en la cabeza o de los ruidos brutales que lo habían aturdido. 


Pero no era él el delirante, la realidad estaba ahí y no era la que habían soñado sus padres cuando era un niño. Antes de apretar el acelerador pensó nuevamente en ellos, trató de contenerse, hasta que no pudo más y derramó un par de lágrimas. Al segundo, de manera inesperada, una sonrisa asomó de entre sus labios. Se alegró de estar vivo, a pesar de los años guerra.

sábado, 18 de agosto de 2012

Abel y Caín


"El azar" era el tema del taller de Gisela y por azar armé una pequeña historia que podría ser real. Tal vez lo sea.

Bajó un piso desde su oficina hasta la puerta de entrada. Había algo que le zumbaba en los oídos y quería despejar sus dudas. Neurótico y precavido, había visto cientos de veces aquel balcón que daba al despacho del director. Algo no le cerraba y quería cerciorarse.

Se paró frente a la fachada del edificio que cobijaba a la empresa en la que venía trabajando desde hacía cinco años. Usaba anteojos por una presbicia para nada casual. Es que pasados los 45 la vista comienza a responder menos, si el objeto se enfoca de cerca.

Sin embargo la presbicia no obstaculiza la visión de lejos y el balcón del primer piso de la casona estaba a unos tres metros de distancia. No había ninguna irregularidad a la vista, pero una señal imperceptible le advertía que algo estaba mal.

El calor del verano y el aire acondicionado habían conspirado para que tuviera un típico resfrío estival, pero, pañuelo en mano, nada se interpuso entre su intuición y su responsabilidad. Subió por la misma escalera por la cual llegaba habitualmente a su oficina. Tomó fuerzas porque sabía que su propuesta no sería bien recibida.

Golpeó suavemente con los nudillos la puerta de la oficina del director. Era casi una formalidad, porque había mucha confianza entre ellos. Entró y comenzó a explicarse: “No entiendo mucho del asunto, pero a mí el balcón no me gusta, tiene algo raro. ¿Pedimos una inspección voluntaria?”, dijo con su tono más amable.

El director, hombre de mucho bigote y poca paciencia le dijo sutilmente: “¿Estás chiflado?” Sin lugar a dudas, no compartía sus inquietudes o no tenía ganas de ocuparse de cuestiones que no eran tangibles. El balcón era materia pura, pero los temores de su empleado y amigo eran inmateriales.

A las 18 terminaron de trabajar y uno a uno los empleados fueron saliendo por la misma escalera de siempre. Los últimos en irse fueron el director y su amigo. Uno fue a la cochera que estaba en la esquina, donde intercambió unas palabras con el empleado del lugar y se subió al auto. El otro, mirando siempre de reojo al balcón se fue caminando hacia el subte.

La mañana siguiente fue casi como todas, salvo por el saludo afectuoso de su familia: era su cumpleaños. De todos modos, tenía que trabajar y la rutina se hizo presente. El director se despertó, se duchó, desayunó, recibió besos y regalos y se fue rumbo a la oficina.

En el auto sintonizó la radio de siempre y condujo por el camino de siempre. En el noticiero informaban sobre las declaraciones de un parlamentario europeo quien trataba de explicar por qué los representantes de la población habían aprobado ciertas leyes que ya estaban generando un fuerte rechazo popular.

También hablaron de la tragedia de Barrio Norte, donde un balcón se había caído, con el saldo de un muerto. Sonó el celular y atendió con el manos libres. Era su cuñada, la esposa de su hermano. Abel había sufrido un accidente. Respiró aliviado cuando le aclaró que por suerte el cuchillo no estaba demasiado afilado, de manera que todo se arregló con un par de puntos.

“Justo hoy, que quería esperarte en la puerta de tu trabajo para saludarte por el cumple, no pudo ir”, comentó apenada. “¿No quieren venir a cenar mañana en casa?, atinó a responder Caín mientras entraba al garaje de siempre, para dejar el auto y caminar la media cuadra que lo separaba de su empresa. A su alrededor se escuchaban las sirenas de ambulancias, policía y bomberos.

sábado, 11 de agosto de 2012

Vidas segadas


Las cosas de la vida y una vocación bastante común, la de ser patólogo y descubrir una cura contra el cáncer, lo llevaron a la Facultad de Medicina. Andrés cursaba el primer año y pronto se acostumbró a deambular entre trozos de cadáveres, identificar huesos, músculos y, por qué no decirlo, descifrar rostros apagados por el formol.

Era 1975 y si bien los dictadores todavía estaban aceitando sus armas, cierto vapor irrespirable parecía brotar de las calles y veredas. Una triple A que no era la Asociación Argentina de Actores golpeaba allí donde dolía, asustaba y sobre todo amedrentaba.

Como en toda estudiantina, había amigos, compañeros de estudios y cruces circunstanciales, miradas compartidas. En la última categoría estaba Alejandro, de quien no sabía nada, salvo que se parecía un poco a su hermano y por eso le llamó la atención.

Alejandro tenía una mirada franca aunque siempre parecía esconder algo. Pero era un algo que no causaba desconfianza sino lo contrario. Como aquella tarde en la que, mientras el titular de la cátedra de Histología dictaba un teórico en uno de los anfiteatros de la facultad, comenzaron a sonar sirenas, a todas luces de la policía. “Lo hacen a propósito, para asustarnos, no hay que tenerles miedo”, le dijo Alejandro por lo bajo.

Fue en el aula de prácticos de Anatomía cuando el cordobés miró uno de los pocos cadáveres enteros que había, levantó un nervio con su mano enguantada y dijo una frase a la que sólo le faltó el “vua”, pero que no era un chiste sino una verdad irrefutable: “Mirá vos, le cortás este piolín y se acaba la vida”.

Aquel día, o tal vez otro, Alejandro entró con una cara rara, con cierto gesto de dureza o de temor. Raro en él, que nunca dejaba traslucir el miedo, si es que lo tenía. “¿Qué te pasa”?, fue todo lo que Andrés atinó a preguntar. La memoria traiciona y no deja escribir las palabras exactas, han pasado muchos años, pero debe haber sido un “no sé, a veces las cosas no salen como uno quiere”, de Alejandro. La práctica terminó y todos fuera.

Faltaba que alguien gritara “circulen”, porque era la línea que regía en la facultad, mientras Balbín llamaba a llegar a los comicios aunque fuera “con muletas” y el mundo político-sindical comenzaba a dividirse entre quienes conspiraban y quienes buscaban ver cómo salvarse y salvar a otros del tormento que se venía.

Días después, en la escalinata que hace de entrada a la facultad de Medicina de la UBA, Andrés se encontró con algunos de sus compañeros. Ella, una chica de piel muy blanca y cabello corto renegrido, que solía estudiar con Alejandro, fue la que dio la noticia: “Nos íbamos a juntar para preparar el parcial y no vino, no avisó ni lo pudimos ubicar”, comentó. Todos sintieron el pinchazo allí al costado del esternón, como si la ausencia les hubiera dolido a todos.

Pasaron los años y unos pocos de los que habían compartido aulas, microscopios y bateas llenas de brazos, corazones, pulmones y otros restos humanos al fin se recibieron. Otros quedaron en el camino, como Andrés, quien a esa altura ya conocía la historia de Alejandro. Pero mucho después se enteró de que había sido periodista –trabajaba en la agencia Télam- y que escribía unos versos encantadores. Fue hace un par de años, cuando su madre, Tati Almeida, presentó un libro en el que se recopilaban parte de sus poemas. Un “piolín” simbólico se había cortado, pero Andrés tuvo la sensación de que la vida no había terminado.   

sábado, 21 de julio de 2012

Fui


El ejercicio era hacer un autoretrato. Me salió así. 

Toda mi vida fui tímido y zafado, inseguro y confiado, terco y flexible, conservador y audaz, parco y charlatán, avaro y generoso, temeroso y jugado, farsante y cabal, ignorante y culto, bruto y sabio, superficial y profundo, indolente y diligente, errante y sedentario, cobarde y valiente, odioso y simpático, anticuado y moderno, atolondrado y reflexivo, descortés y comedido, cruel y benévolo, aburrido y creativo, tosco y pulido, atrasado y avanzado, perezoso y trabajador, oportunista y altruista, ingrato y agradecido, intemperante y moderado, cáustico y elogioso, soberbio y humilde, agnóstico y creyente, débil y fuerte, inocente y perspicaz, pero, ante todo, mortal.  

domingo, 8 de julio de 2012

Forros

Aquella familia no se diferenciaba demasiado de todas las demás. Era viernes a la noche y habían comprado un par de pizzas y cerveza en Mario, en la calle Rivadavia, que quedaba a siete cuadras pero era la más cercana. Ella colocó la caja con el manjar recubierto de mozzarella y aceitunas mientras el traía los cuatro platos y los cubiertos.

Todo se atrasó un poco porque los pibes tenían hormigas allí donde más molestan y cada tanto se levantaban de la mesa para hacer una vertical, para pelearse, para jugar como si la hora de la cena no hubiera llegado. Y éso que les encantaba la pizza. El más chico, de seis años, había heredado el cabello rubio de la madre y los ojos azules del padre. El más grande, de diez, también era rubio pero sus ojos eran grandes y renegridos, como los de la madre.

Afuera la noche estaba despejada y fría, como son fríos los días en el Conurbano bonaerense, siempre cinco grados menos que en la Capital. En los andenes de la estación de Haedo había unos pocos que esperaban el rápido de Castelar y otros que trabajaban en alguna fábrica y se disponían a viajar hacia Moreno. Cuando llegó el tren que venía de Once, se bajó él, tal como había hecho toda la semana a las 11. Venía de la facultad y caminaba las 9 cuadras que lo separaban de su casa.


Tomó por Marcos Sastre hasta Rivadavia y dobló a la derecha para avanzar luego hacia la izquierda, por la calle de la Iglesia. Pasó frente a la puerta de la escuela Padre Osimato y luego viró a la izuierda una media cuadra, hasta llegar a la esquina. Giró hacia la derecha y en Las Bases hacia la izquierda, para caminar luego unas cuadras hasta su hogar.

En eso estaba cuando un ruido extraño lo asustó, como lo asustaban los patrulleros que recorrían la noche o los soldados que aparecían cada tanto en alguna esquina. Era una combinación de un sonido conocido, el de un helicóptero y otros desconocidos. Podían ser cañonazos, misiles, ametralladoras o todo al mismo tiempo. Todo era posible allá por el 77.

Lo primero que hizo fue calcular dónde podía ser. Era muy cerca de su casa. Siguió avanzando por la calle hasta que llegó al hogar dulce hogar, que afortunadamente para él estaba a un par de cuadras del hecho. Sus padres no se fueron a dormir hasta que llegó y los saludó. Temió que si iba a ver qué pasaba podría terminar herido por alguna bala perdida.

A la mañana siguiente se despertó muy temprano. Salió de su casa y chocó con el frío. Caminó hasta El Ceibo y dobló media cuadra hacia la derecha. Vio a muchos vecinos, algunos de los cuales conocía de vista. Pero ninguno era amigo, porque es sabido que los barrios siempre están segmentados en no más de un par de manzanas. Se metió entre el grupo nutrido por las señoras, los señores y los pibes de la cuadra.

Miró el frente de la casa y parecía El Líbano en plena guerra civil. Una de las ventanas había sido arrancada y dejaba ver el comedor, donde había una pizza cortada y cuatro platos, cada uno con una porción. Los vecinos entraban apurados y salían con aire triunfal. Se llevaban pequeñeces, porque a la noche los invasores habían hecho el saqueo habitual y casi se llevan la pizza para comer fría con el café con leche de la mañana.

Iban saliendo portando una mesa de luz, un frasco con fideos, una silla, un par de jarrones -uno de los cuales tenía jazmines- y hasta el collar de un perro que seguramente ya formaría parte de la familia de algún invasor.

Lo más impresionante fue cuando una señora salió con una campera que tenía varias manchas de sangre. "Yo tengo un líquido para limpiarla, es muy bonita", dijo. Luego salió un chico con un pequeño fajo de billetes que había encontrado bajo el colchón. Se le había escapado a los saqueadores nocturnos. El se quedó paralizado, miraba a los que entraban y salían y escuchaba los comentarios del grupo que quedaba afuera. De repente se formuló una pregunta: "¿Por qué no encontraron forros?". La respuesta estaba en la vereda.

viernes, 6 de julio de 2012

Coincidencia


Tenía los ojos abiertos, sobre todo el derecho, como si hubiera estado mirando a través de una cerradura. Era el esfuerzo para llegar a notas tan altas y precisas como una cantante de ópera. Pero sin la fama. Cuando la encontraron cantando en un boliche de mala muerte se sintieron embriagados, aunque no habían tomado nada.

Como suele ocurrir cuando alguien pone la mirada o el oído allí donde nadie suele escuchar, pensaron en convertirla en una estrella. Se acercaron cuando terminó de actuar y mientras un par de borrachos le gritaban palabras de vino en tetrabrik, le hicieron la propuesta.

Ella los miró con asombro. Después de haber desistido de estudiar en la Universidad, se había peleado con los viejos y cayó en una pensión desde la cual partía todos los días al conservatorio. Duró poco, porque los padres dejaron de pasarle dinero y tenía que salir a cantar para ganar algunos pesos.

Menuda, de cabello oscuro y unos ojos verdes que habían trocado al rojo de los que duermen poco, su voz, sus formas más o menos delicadas y sus modos sensuales la hacían atractiva. Ya contaba sus primeros 30 años pero parecía más grande porque el esfuerzo y la frustración desgastan el cuerpo y la vida.

La invitaron a una prueba en un estudio discográfico. Dudó, temió. Muchas veces le habían hecho ofertas parecidas y todo había terminado mal, con alguna propuesta poco honesta o directamente el robo de su voz para algún negocio poco claro.

Sin embargo, ellos parecían confiables, se notaba que no eran “de esos”. Aceptó casi a desgano, convencida de que la única manera de no frustrarse es no tener sueños de los cuales despertar para entrar en la pesadilla diaria. Hicieron la cita en un estudio de la zona de Caballito. Habló con su mejor amiga, una vecina de pensión que pasaba de la inocente marihuana a la no tan prístina cocaína y pagaba con su cuerpo como moneda contante y sonante.

“Dale, andá, vos no te merecés esta vida, te cambiaría mis curvas por esa voz deliciosa que tenés. Te envidio y te quiero porque sos de los nuestros, te jugaste siempre". Su amiga, de cabello lacio mal teñido, con ropas de lujo baratos y llamativos tenía cierto aire a Jennifer López pero sin su dinero y su fama. Agradecida, no podía olvidar las veces que ella la había salvado escondiéndole algunos gramos. Ocurría cada vez que un par de tipos de uniforme tocaban el timbre de la pensión "por una denuncia", con la inocultable intención de gozar gratuitamente.  

Se puso encima sus mejores pilchas, que eran a todas luces de mala calidad. Tampoco se produjo demasiado porque no quería seducir con otra cosa que su voz, que era bastante como carta de presentación. Se bajó del colectivo casi temblando, tenía miedo. Pasó por la puerta del estudio, dudó y decidió dar una vuelta manzana para seguir pensando.

Cuando ya había recorrido una cuadra y media se puso a mirar vidrieras para tratar de tranquilizarse. Por la plazoleta de la estación Primera Junta del subte el gentío parecía multiplicarse. No sólo por quienes venían o iban a tomar la línea A sino por las mucamas que venían a ofrecer sus capacidades de ama de casa y las señoras elegantes que estaban seleccionando personal.

Justo frente a la estación encontró una galería que parecía la entrada al tren fantasma. Tenía dudas, si seguir haciendo tiempo o caminar hasta el estudio. Ganó el temor y entró por el pasillo, lúgubre, con poca luz y la pintura descascarada.

Comenzó a caminar con paso lento y miraba los comercios sin prestar atención. Uno arreglaba computadoras, otro tenía un kiosco, otro vendía billetes de lotería y Quini 6. Imaginó que la galería era algo así como una obra de Berni en la que ella era un Juanito Laguna hecho mujer.

Repentinamente le llamó la atención un sonido que venía de uno de los negocios, tal vez el más imperceptible, porque no tenía arreglos especiales, evidentemente el dueño no sabía de decoración y no había contratado a nadie. Sin embargo, a ella le generó un sentimiento placentero, no entendía qué le estaba ocurriendo, pero fuera lo que fuera, se sintió atraída.

Un pelirrojo lleno de pecas y con unos anteojos de nerd atendía el negocio de venta y canje de CD, pero en el momento en el que ella pasaba estaba sonando un vinilo de Gal Costa. La atrajo la cadencia de la música y la voz. Se acercó como si fuera a comprar algo, aunque sólo le interesaba escuchar la música para serenarse y tomar fuerzas antes de ir al estudio.

Sus miradas se cruzaron. Detrás de sus anteojos pensó que era linda. Ella lo vió y sintió un placer cálido que por un momento le hizo olvidar la incertidumbre de la prueba. Se quedaron en silencio y observándose fijamente como si el hilo del tiempo se hubiera cortado. El primero en hablar fue el pecoso, que le preguntó si necesitaba algo. “No, escuchaba la música, me encanta Gal”, respondió. Se ruborizó un poco, lo saludó y salió de la galería con la idea de que nunca llegaría a ser una cantante como la brasileña, pero si no probaba, jamás lo sabría.

Caminó lo que le faltaba para llegar al estudio. Dudó si tocar el timbre o no, si arriesgarse o volver a la pensión con su amiga de siempre o apostar a su carrera. El índice se movió sólo y apretó el botón. Una vez adentro, se sorprendió. El clima era cálido y el ligero aroma a madera la hizo pensar en un boliche New Age en el que había cantado alguna vez. Los sahumerios habían corrido por cuenta del socio músico.

La recibieron cordialmente, uno con cara de fashion y el otro desprolijo, como todo músico bohemio que se precie. El fashion era el dueño del estudio y el músico era su socio y consejero. La hicieron sentarse en un taburete tan alto que no podía tocar el piso con los pies. Detrás de la vitrina había una consola que recordaba a la nave de Viaje a las Estrellas. Se le antojó que el operador se parecía al doctor Spock. Estaba también Adrián el baterista, que no necesitaba estimularse para hacer sonar los parches y metales como si fuera un loco. Loco pero talentoso. Y también había un guitarrista, porque le dijeron que ella se concentrara en cantar, que usara sus manos para expresarse, nada más.

Cuando entró en los primeros acordes todos cambiaron la mirada. Dulce, simpática, carismática, sus fraseos sonaban en los oídos de todos y ninguno pudo moverse siquiera hasta que terminó de cantar. Hubo un pequeño silencio en el que el tiempo parecía haberse congelado. Ellos habían quedado embelesados y ella esperaba temblando que le dijeran lo que fuera, pero rápido. El fashion prestó su oído izquierdo a su socio el músico quien le murmuró algunas palabras. Luego rompió el silencio y dijo que estaba contratada. La suma que le ofreció era tentadora e incluía vestuario nuevo y un lugar en un hotel de mediana categoría.


Volvió a tomar el colectivo para ir a la pensión. Entró en su habitación. Alguien tocó a la puerta, era su vecina. Charlaron unos minutos sobre su experiencia mágica en el estudio y la chica le contó lo que había pasado mientras no estaba. En la calle un tipo la había piropeado –si cabe el término, no tan antiguo como el amor- y ella se había sentido por primera vez impactada. Casi dice “tocada” como si hubieran estado jugando a la batalla naval, pero se frenó. Hacía unos diez años que se sentía tocada por los hombres y era literal.


Fue amor a primera vista. Ella le sonrió, él comenzó a hablar y no paró hasta que se sentaron a tomar un café. Se confesaron mutuamente y él se aceleró. Le prometió la luna y mientras pensaba cómo conseguirla le pidió el número telefónico, que en realidad era el de la pensión, el único contacto con el exterior que tenían.

Justamente por su pobreza y su ocupación poco prestigiosa dudó bastante si aceptar o no la cita, temía que su situación fuera la condena a quedarse sola. Lo pensó mucho y no sólo porque estaba indecisa. Mujer jóven pero experimentada, quiso saber si el tipo de los anteojos estaba dispuesto a insistir durante algunos meses para verla nuevamente.

Era la primera vez que pensaba en un hombre sin calcular cuánta plata tenía sino cuánto afecto podía darle. Al menos desde que había fallecido su madre, viuda y con un trabajo de doméstica en una casa de clase media, que no le dejó ni una toalla a modo de herencia. Finalmente no pudo resistir más y aceptó. Ahora se aprestaba a encontrarse nuevamente con el tipo que tanto la había conmovido.

Se pegó una ducha en el baño que compartían tres de los inquilinos y aguantó el frío cuando se terminó el agua caliente. Se metió en el vestido de algodón y se sintió rara con su ropa sencilla, sin los colores fuertes, los escotes pronunciados y las caderas ajustadas que solía usar cuando recibía a alguien en su habitación.

En el café se miraron por segunda vez y mientras una música suave sevía de fondo para ponerlos en clima sintieron que la eternidad que había pasado desde el primer café, se había convertido en nada. Ella se sintió como volando en una alfombra mágica. Emocionado, él giró la cabeza detrás de sus anteojos y miró por la ventana. Había comenzado a oscurecer y ya no había señoras eligiendo servicio doméstico. Volvió a mirarla mientras jugaba con uno de los rulos colorados que sobresalían por debajo de su gorra. Por los pequeños baffles distribuidos por las distintas paredes del local apareció una voz. No era Gal Costa, pero los dos la reconocieron.

viernes, 8 de junio de 2012

La rubia, el frío, la protesta y la cacerola de cobre


Era el día del periodista y valía la pena charlar al aire sobre políticas de comunicación, trabajo, precarización y otros temas apasionantes. Después de una hora debatiendo en El Tren, el programa de Radio Cooperativa, fuimos caminando con Gerardo Yomal y su productor hacia el subte B. Hacía mucho frío y la noche acentuaba la sensación de que los dedos habían llegado al punto de congelamiento.

Cruzamos la 9 de Julio por la superficie, porque el túnel ya estaba cerrado. Allí los vimos, justo cuando entrábamos al subte. Era un grupo pequeño de caceroleros, tal vez una patrulla perdida que avanzaba para reunirse con los pocos cientos de amigos -de ellos- que protestaban en Plaza de Mayo.

Pero, más allá de que uno tiene ganas, la cuestión política pasó a ser menor frente a las caceroleras –eran mayoría de mujeres- una de las cuales me impresionó especialmente. Una rubiecita de las que uno puede encontrar en cualquier boliche de Recoleta o a la salida de la Universidad de San Andrés, la Austral o la Católica. Muy bonita, ojos verdes que su gorrito elegante no alcanzaba a tapar. La nariz delicada era también lo poco que se podía ver, porque estaba muy abrigada. La ropa, sospeché,  no provenía de ningún local del Once. Ni siquiera de un outlet.

Sin embargo, debajo del traje de cebolla se adivinaba una belleza que sólo podría decepcionarnos si fuera anoréxica. Si, era linda. Pero más linda era la elegante cacerola de cobre repujado que agitaba, con toda la pinta de haber sido comprada en una casa de antigüedades de San Telmo, que está al Sur pero se puede visitar sin quemarse.

Comencé a imaginarme si, como haría yo, la tenía en su casa entre los objetos que decoran el living o si la usa para cocinar de vez en cuando algún plato de aquellos que uno consume esporádicamente con algún cupón o porque alguien lo invita.

Entré al subte pensando en la rubia, en su living, en su cocina, en las cosas que habrían pasado por su cabeza cuando eligió la cacerola de cobre para salir a protestar. Una cosa me quedó clara, no sólo usan teflón.

domingo, 3 de junio de 2012

La puerta


Sigo con las cosas que escribo en el taller de Gisella:

Puede que sea un modismo, pero ante toda frase que afirme algo de manera contundente y que comienza con un “la verdad” o “en realidad”, deduzco que se trata de mentiras, piadosas o directas. Suenan a una verdad a medias, porque si fueran reales no habría necesidad de reafirmarlas.

Tal vez sea que la verdad y la mentira son parte de una misma cosa y nuestro espíritu nunca sabe cuál de las dos caras de la moneda está lanzando al aire ni cuál será la que en definitiva quede boca arriba.

Todo comenzó durante una tarde de las calurosas que nos suele regalar la ciudad de Tucumán. Estaba cansado, transpirado y el calor húmedo de la ciudad parecía ser una sola columna que se apoyaba en mi cabeza. El congreso había sido interesante pero yo añoraba mi Buenos Aires querido.

Caminé unas diez cuadras cargado con un bolso lleno de ponencias de otros colegas, esas que uno nunca sabe si va a usar pero que por las dudas carga en el equipaje. Mis bolsillos estaban plenos de tarjetas, papelitos con nombres, teléfonos y e-mails que no sabía a quién pertenecían ni para qué servirían.

Los hombros se me doblaban pero yo no alcanzaba a entender si era por cansancio o simplemente la acción de la humedad que había convertido a mis huesos en esponjas. Caminando bajo las gotas de agua del ambiente, no de la lluvia porque había un sol que caía a pleno, llegué al refugio, léase mi hotel, que no es mío sino de una corporación que me cobraba por el derecho a pernoctar en su edificio.

El pasillo estaba fresco y el alfombrado no alcanzaba a producir el efecto habitual de calor sobre calor. Yo estaba a punto de entrar en mi habitación para disfrutar del aire acondicionado y de repente apareció ella. Nos miramos y nos flechamos. La invité a tomar un café y me dijo que sí inmediatamente, con la sola condición de que fuera en mi habitación. Sabía lo que quería. Yo, que soy lerdo pero no tanto, deslicé por la ranura de la puerta esa tarjeta plástica que es tan impersonal y que fugazmente había sido la compañera más preciada. Le insinué que pasara, mientras no me acomodaba el pelo ni el saco, porque soy calvo y llevar un saco con semejante calor hubiera sido un despropósito.

Ella era morena, del tipo morisco español. Llevaba un pañuelo multicolor en el cuello y un maletín que la denunciaba como asistente al congreso. A pesar de su postura mucho más elegante que la mía, también tenía los hombros esponjosos, parecía que se iba a caer y que se iba a levantar alternativamente. Siempre sin perder su andar felino. Y cómo me gustan los felinos.

A la mañana siguiente salimos de la habitación, ella fue rumbo a la suya y yo a hacer el check out. En el aeropuerto nos vimos de lejos, nos saludamos dentro del avión e intercambiamos unos números que jamás usaríamos. Cuando el taxi me dejó en casa, seguramente dispuesto a irse de joda con la plata que me había sacado, tuve que buscar un rato en mi bolso hasta que la llave estable, la que abre la puerta de mi casa desde hace años, apareció perdida en un rincón. Como si nada hubiera pasado, entré dudando entre inventar algo o callar. Ella, mi mujer, me estaba esperando sentada en el sofá.

Cruzada de piernas pero con cara de rutina me preguntó cómo me había ido en el congreso. “La verdad, fue un plomo”, le dije.

sábado, 26 de mayo de 2012

Triste y solitario, pero lo bancamos


Sigo con algunas cosas que escribo para el taller literario de Gisella. 

Alguna vez sirvió para poner allí el calendario, pero con el tiempo comprendí que a la hora de ordenar citas, el de la computadora conectado indirectamente con mi Blackberry era más eficiente. Terminó el 2011 y quedó ahí, como un testimonio de algo que ya pasó. Contra la pared, apenas doblado en el medio hacia arriba, no hace demasiados méritos para demostrar que aún puede ser de utilidad. Pero ya me encariñé y además está en un escritorio que uso para trabajar, estudiar o pavear en Facebook, no hago allí otra cosa.

Cada tanto me pregunto si se siente solo, si el hecho de haber perdido utilidad concreta lo deprime o, por el contrario, lo alivia. ¿Tendrá los aportes hechos? ¿Podrá jubilarse?

La pared parece solidarizarse ofreciéndose plena para que se quede allí. A mí me provoca cierto pudor sacarlo y tirarlo. Todos somos de alguna manera sus amigos, aunque sin dudas extraña aquel calendario que estaba colgado ahí, con sus marcas, sus “X”, las anotaciones, las citas y las obligaciones de dudoso cumplimiento.

Cada tanto le digo que ya vendrá un calendario, que si no fue en 2012, tal vez llegue el de 2013, pero es una mentira piadosa. En realidad no pienso volver a los viejos tiempos, al menos en éso. Trato de mentirle bien.

Fue parte de la inauguración de mi escritorio nuevo, fue sostén de cada uno de mis días y no puedo abandonarlo a su suerte ahora que no lo necesito. Estoy seguro de que ya le encontraré alguna utilidad. Mientras tanto, está allí, gracias a la amistad que supo forjar con la pared, que no se ha quejado por su presencia. Uno mira y sabe que algo falta. Pero sigue allí, en parte por mi indolencia y cierto afecto bien ganado. Pero también porque no tengo ganas de sacarlo. Al fin y al cabo, es sólo un clavo.

sábado, 12 de mayo de 2012

Para Lisa


Las mujeres y el dolor, casi parientes y como no soy machista, supongo que algo parecido les debe ocurrir a ellas con nosotros. En el taller literario tuve que hacer un dibujo sobre el dolor. Me salió un garabato que, oh sorpresa, se parecía demasiado a Lisa Simpson. Pero Lisa me cae bien, es la Mafalda que los yankees pueden tener, aunque Gröening no sea Quino.

Me preguntaba por qué Lisa y entonces traté de colocarle algunas señales de tristeza, como para que la niña sonriente pudiera pasar por un modelo de dolor, pero no tuve éxito. Me salió una Lisa cejijunta, con ojeras y una boca con las comisuras hacia abajo que no convencía ni a los chicos del jardín maternal de la otra cuadra.

Luego nos pidieron que escribiéramos, algo que tampoco hago bien, pero al menos no me provoca vergüenza. “Sorprende…” fue lo primero que puse. El dolor literario empezaba a aparecer y lo traje a Vida Debida.

“Sorprende, porque a veces fluye, otras se queda quieto y en más de un caso soy yo el que se inmoviliza sin saber qué hacer. Se expresa de muchas maneras, pero siempre llega de forma inesperada, cuando mi mente está en otro lado.

Entonces aparece y me hace acordar a ciertos ascensores que son demasiado rápidos, algo que se nota en un movimiento vertical de todo el contenido del cuerpo, con la consabida sensación de que nos estamos olvidando el esqueleto abajo.

Pero también se hacen su lugarcito ciertas ideas que pugnan por ocupar un lugar que el dolor quiere reservarse. El pulso se acelera, aunque el corazón no quiera latir más rápido. El dolor lucha, se defiende, ataca; el alma resiste y dispara con dibujos, más agradables que mi Lisa, aún la niña inocente que había dibujado antes de que alcanzara la deformidad.

El dolor se multiplica y se hace Dolores, aquella muchacha que conocí en España, en la calle España, cuya habilidad para bailar flamenco era tal que me hacía odiar hasta a Juan de Garay. No era buena bailarina, pero era hermosa, con esa belleza que tienen las españolas con algo de morisca en su sangre.

Hasta allí sus ancestros, porque hablaba con un acento porteño que había aprendido de su porteña vida. Dolores me enseñó a vivir, o aprendí a vivir gracias a que sufrí dolores. De ahí mi conclusión, sea Lisa, o sea Dolores, debería tener miedo a las mujeres. Pero son tan lindas…